domingo, 1 de octubre de 2017

Procesos de acompañamiento para el Despliegue del Ser


Carla May
Consultora Psicológica Humanística y Sistémica
Facilitadora del Desarrollo Personal Integral
15-6103-2940
4726-6479
General Pacheco, Buenos Aires

¿QUÉ ES LA TERAPIA DE ENSUEÑO DESPIERTO?

Muchas veces hay situaciones que no podemos resolver solos y es allí cuando pedimos ayuda a un profesional de la ayuda psicológica para lograrlo. El primer acercamiento a nuestra problemática es a través de la palabra, con la que intentamos explorar la situación, examinar todas sus aristas y encontrar la manera de resolverla de una forma favorable. En este primer acercamiento a través de la palabra, solemos comunicar aquello que sentimos con términos y conceptos ya conocidos que, quizás, no alcancen para abarcar la inmensidad de lo que vive en nuestro interior, tal vez alejado de la consciencia (probablemente, en el borde de la conciencia pero, aún, sin poder traspasar el límite hacia lo consciente). ¿Cómo podemos acceder, entonces, a ese amplio mundo de significados personales riquísimos que nos estamos perdiendo? Existen varias vías, algunas de ellas mencionadas en mis artículos anteriores (entre ellas, el FOCUSING). Y hoy, propongo una nueva: A TRAVÉS DE NUESTRO MUNDO SIMBÓLICO.

Los símbolos (o imágenes) guardan significados desde incluso antes de nuestro nacimiento, a los que, muchas veces,  no podemos darles palabras. Probablemente porque estos significados provienen de un momento de nuestra vida en el cual no teníamos todavía un desarrollo cognitivo lo suficientemente maduro como para registrarlos/comprenderlos, ni  todavía un lenguaje lo suficientemente desarrollado como para nombrarlos.

En otro orden, nuestros paradigmas mentales suelen responder a los hábitos y creencias que hemos ido adquiriendo a lo largo de nuestra vida. Mucho de nuestro sufrimiento proviene de una disfuncionalidad de esas creencias en nuestra vida, hoy. Nos movemos en un mundo de significados cuya “realidad” nos trae dolor, incomodidad o malestar, y de donde nos es difícil corrernos, ya que no conocemos otra realidad. Allí es donde nuestro mundo simbólico nos ayuda a conocer otros paradigmas y a pensar de formas más libres, distintas a las que conocemos. ¡Qué fantástico es darse cuenta de que estas “otras realidades” que habitan en nuestro interior siempre han estado ahí, aunque no habíamos hallado, hasta ahora, la manera de permitirles comunicar su riqueza! Y, cuando emergen, sólo puede haber transformación.

Un camino para permitir a nuestro mundo simbólico expresarse es a través de la técnica llamada ENSUEÑO DESPIERTO. El Ensueño Despierto es una “oniroterapia” (término proveniente de “onírico”, que significa “asociado a los sueños”). Se llaman así a los métodos psicoterapéuticos que utilizan la imaginación libre o espontánea y el relato simultáneo de lo imaginado. El Ensueño Despierto es un estado intermedio entre la vigilia y el sueño, entre lo fisiológico y lo psíquico. Mediante un estado de relajación, se invita al “ensoñante” a relatar qué ve a partir de una imagen o situación sugerida por el terapeuta. Lo que el ensoñante crea es una película en la cual aparece invaluable material de su vida psíquica que tiene, por finalidad, ayudarlo a conocerse más profundamente y a hacer los ajustes necesarios en su vida emocional que le permitan un mayor bienestar y una más amplia libertad psicológica. En esta película, que es un producto de su psiquismo, el profesional lo invita a realizar una serie de acciones, a “ponerse en movimiento”. Estas acciones imaginadas tiene, luego, un correlato en la vida cotidiana del consultante, lo que le posibilita llevar a cabo en su vida real aquello que anteriormente “ensayó” en una esfera simbólica.

¿Qué explora esta técnica? Explora nuestra percepción histórica (es decir, la mirada que tenemos acerca de nosotros mismos a lo largo de nuestra historia y que, muchas veces, es una mirada ajena, viciada por la manera en que nuestros cuidadores primarios nos veían siendo pequeños). Explora también nuestra forma de relacionarnos, nuestras fortalezas y debilidades, nuestros miedos, nuestras herramientas para abordar conflictos, etc.

¿Qué promueve? Promueve un autoconcepto más realista y actualizado, y menos influido por la mirada de los otros. Promueve la utilización de herramientas emocionales más acabadas y funcionales. En síntesis, realiza un escaneo de nuestro sistema operativo mental y emocional, limpia los archivos obsoletos y los reemplaza por otros más actualizados y funcionales a nuestra calidad de vida.

Podemos pensar al Ensueño Despierto como una terapia Conductual, así como una Existencial. Desde una mirada Conductual (aquella que intenta modificar conductas limitantes, disfuncionales o inhibitorias), la acción imaginaria, por sí misma, produce cambios terapéuticos antes de cualquier interpretación. Lo que sucede en términos simbólicos acontece en el hemisferio derecho, la sede del inconsciente. Así, lo que una persona puede lograr en un espacio imaginario, puede lograrlo en la vida.

Como terapia Existencial, se alienta al ensoñante a hacerse responsable de sí mismo y de sus elecciones en su proceso simbólico, acompañándolo a hacer frente a los obstáculos que su imaginación le presente y acercándolo cada vez más a escuchar su sabiduría organísmica. De este modo, se promueve una cada vez más amplia libertad psicológica y congruencia interna, así como un mayor despliegue de su ser genuino.


Carla May
Consultora Psicológica Humanística y Sistémica
Facilitadora del Desarrollo Personal Integral
15-6103-2940
2129-5698
General Pacheco, Buenos Aires

miércoles, 10 de mayo de 2017

LA CONSTRUCCIÓN DE NUESTRAS RELACIONES



Los seres humanos nos relacionamos de manera permanente con distintas personas en distintos ámbitos a lo largo de nuestras vidas. Con algunas de ellas tenemos encuentros casuales, sin demasiado involucramiento, y, con otras, permanecemos conectados afectivamente durante tiempos prolongados. Aquello que fue un encuentro inicial se va transformando en relaciones con distintos grados de intimidad y confianza. Muchas veces se transforman en relaciones nutritivas, disfrutables y que nos aportan un gran caudal de bienestar. Otras veces, se transforman en relaciones yermas, sin mucho aporte a nuestro crecimiento personal. Otras tantas, en relaciones dañinas, peligrosas a nuestro bienestar emocional y que nos quitan más que lo que nos aportan.

¿En qué momento el destino se tuerce para permitir a esas relaciones convertirse en lo que terminarán siendo (nutricias, yermas o malsanas)? La verdad es que aquí no hay magia ni casualidades: las relaciones son producto de la manera en que las hemos construido, ni más ni menos. Probablemente, si nuestras relaciones son gratificantes, jamás necesitemos cuestionarnos de qué formas hemos contribuido a hacer de ellas esto tan bello que hoy tenemos. El cuestionamiento aparece cuando, sistemáticamente, vemos que nuestras relaciones no son aquello que quisiésemos para nuestras vidas. Allí es donde, si una bendecida luz de sana autocrítica aparece, podremos desandar el camino de nuestras relaciones para permitirnos corregir aquello que no nos satisface de ellas o decidir edificar otras, con bases más sólidas, sanas y enriquecedoras.

El primer punto a tener en cuenta es cómo nos vemos a nosotros mismos, ya que desde esa perspectiva es a partir de la cual vayamos a relacionarnos. ¿Cómo te ves a vos mismo? ¿Fuerte y seguro? ¿Desvalido y sin recursos, y víctima de los demás? ¿Te ves como una entidad separada del resto y pendiente sólo de tus necesidades, cuidando celosamente que nadie te quite la poca felicidad que podés obtener, o como una gotita más en el mar de tus relaciones, dispuesto a atender las necesidades de los demás, así como de las tuyas propias, y esperando lo mismo a cambio?

Probablemente, si sos una persona segura de tu valor, lograrás conectar fácilmente, así como permitirte ser amado por como sos. Si, por el contrario, tu marca personal son la inseguridad, el miedo y la necesidad de protegerte, es posible que no te permitas relaciones muy cercanas (ya que éstas representan una potencial amenaza), con lo cual no generarás relaciones comprometidas, aunque de veras lo desees, con un cada vez más intenso sentimiento de soledad, tristeza, frustración o impotencia. Quizás, en tu afán de protección ante posibles peligros, actúes a la defensiva, utilizando diversas formas de agresividad y violencia, y alejando a aquellos a quienes desearías tener más cerca.

Es necesario comprender que la manera en que nos vemos a nosotros mismos no es producto del azar, sino de la manera en que hemos sido tratados a lo largo de nuestras vidas, primeramente por nuestros cuidadores primarios, durante nuestros primeros años y, luego, por nosotros mismos, volcando, ahora, sobre nosotros, los buenos o malos tratos, el interés o desinterés, la conexión o desconexión que otros nos brindaron antes, y que hemos introyectado. No podría ser de otra manera: aprendimos a vernos a nosotros mismos con el cristal con el que nuestros cuidadores nos vieron antes. Si, de acuerdo a sus características personales o de acuerdo a las circunstancias que estaban atravesando en ese momento, para ellos éramos una bendición, una molestia, seres fuertes a quienes no hacía falta proteger o seres indefensos incapaces de nada, por ejemplo, ¿cómo íbamos a pensar que podrían estar equivocados? Después de todo, ellos eras “los grandes”, los que “todo lo sabían”, a nuestros ojos infantiles necesitados de protección de alguien más fuerte y sabio. Con esto no pretendo culpar a nadie; somos, como decía un querido profesor, “víctimas de víctimas”. Somos, como personas, el producto de padres o cuidadores sin recursos emocionales sanos o adecuados, quienes, a su vez, son el producto de otros padres o cuidadores sin recursos emocionales sanos o adecuados. Si te sentís identificado/a con estas palabras, y la bronca o impotencia te embargan, dejame decirte que está bien que contactes con tu dolor. Sanar comienza con dolor. Lo que sí te pido es que no te quedes pegado a la bronca, ya que eso no resuelve nada, ni cambia lo que fue (ni lo que no pudo ser). Por otro lado, quedarnos pegados a la bronca, sin buscar cómo sanar, nos imposibilita ser buenos padres o cuidadores de nuestros propios hijos, ya que nos relacionamos desde nuestras carencias y no desde nuestra salud emocional.

En conexión a lo expresado en el párrafo anterior, hay una inseparable relación entre la forma en que nos vemos a nosotros mismos y nuestras necesidades emocionales. Es sumamente importante reconocer cuáles son nuestras necesidades emocionales ya que, en base a ellas, vamos a condicionar la manera en que construimos nuestros vínculos. Si hemos tenido la suerte de contar con un entorno de crianza:
• que potenció nuestras fortalezas,
• para quienes fuimos totalmente visibles,
• para quienes nuestras necesidades contaban e importaban,
• que nos permitió equivocarnos y aprender de nuestros errores,
• que no juzgó nuestras emociones o necesidades como malas o inadecuadas, o como motivo de burla,
• que jamás nos avergonzó por ser quienes éramos, sino que nos aceptó sin poner condiciones para amarnos,
• que nos dio alas para ser independientes y no nos sobreprotegió, anulándonos,
• que nos estimuló para ser mejores persones desde la guía y el ejemplo, y no desde el miedo o la amenaza,
tendremos un autoconcepto tan, pero tan fuerte y sólido, y nuestras necesidades emocionales tan adecuadamente cubiertas, que nuestras relaciones tenderán a ser expansivas, emocionantes, de igualdad, brindando todo lo sano que tenemos y esperando de los demás el mismo tipo de afecto sano a cambio. Seremos inmunes a las relaciones inadecuadas, y estaremos más pendientes de cuánto de bueno tenemos para ofrecer (de modo de hacer de nuestros vínculos algo saludable y disfrutable), que cuánto nos hace falta para sentirnos completos.

Cuando nuestra realidad es a la inversa, por provenir de un contexto en el cual nuestras necesidades no fueron satisfechas ni nuestra autoestima alimentada con responsabilidad y/o amor sano, tendemos a ir por la vida con más ansias de recibir aquello que no tuvimos, que de dar a otros. Es una simple cuestión de necesidad de supervivencia afectiva. Nuestras relaciones se convierten en condicionales: damos a otros lo que nos piden, o nos comportamos de la manera en que creemos que se espera de nosotros como condición para recibir aquello que necesitamos. El problema se suscita cuando, a pesar de nuestro “acuerdo de relación mutuamente beneficiosa” (o justamente a causa de él), nuestras necesidades siguen insatisfechas. A esto debemos sumarle que seguimos sin ser felices, que nos gustaría que nuestro partenaire (familiar, amigo/a, pareja) fuese diferente de quien es y que no nos gusta el personaje que debemos representar en esta relación a cambio de ser amados o aceptados.

Así, podríamos actuar de diversas maneras disfuncionales, como lo expresan estos hipotéticos testimonios:

• Provengo de una familia en la cual el juicio y la crítica fueron lo corriente, con lo cual mi necesidad más predominante es ser aceptado. Cuando comienzo una relación, estoy más dispuesto a explorar y conocer qué espera el otro de mí que en ser quien soy realmente. Con el tiempo, esto me crea más problemas que beneficios: me enojo con el otro por “exigirme” ser quien no soy, sin notar que fui yo mismo/a quien me ubiqué en ese lugar, debido a mi necesidad de reconocimiento.

• Provengo de una familia en la cual fui desatendido/a, descuidado/a y, quizás, maltratado/a, con lo cual hoy me siento un ser sin importancia para los demás, invisible y sin valor. Cuando comienzo una relación, me ubico enseguida en el rol de cuidador y/o protector. Por un lado, doy aquello que me habría gustado recibir a mí, con la sensación de alivio que esto me brinda; por el otro, al fin me siento útil, aunque eso implique vivir en función de las necesidades de otro. Claro que, para poder actuar este papel, necesito vincularme con alguien desvalido, incapaz y limitado. Cuando encuentro a alguien con estas características, puedo, por fin, sentir que soy fuerte, poderoso y necesario. Claro que, con el correr del tiempo, esa incapacidad del otro que, en un comienzo, me atrajo, comienza a pesarme. Yo no puedo pedir nada para mí, porque “el otro no puede”. Y es posible que comience a ser acusado de egoísta por dejar de centrarme en las necesidades del otro. Y mi necesidad de ser cuidado, querido y tenido en cuenta queda nuevamente desatendida.

• Provengo de una familia hipercrítica, en la cual se me tenía vedado fallar o mostrarme débil. Hoy, que soy padre o madre, exijo a mis hijos ser iguales que yo, con lo cual también necesito desplegar una batería de cometarios hipercríticos y desvalorizantes, con el pretexto de “ayudarlos a ser mejores”. Mis hijos me ven como un monstruo y se alejan de mí. Y no me doy cuenta de que es mi propia necesidad de ser aceptado y validado lo que me ha llevado a ser un tirano con mis propios hijos; permitirles equivocarse o mostrarse vulnerables me conectaría automáticamente con el dolor de mis primeros años, aquel que proviene de no haber sido tratado/a como una personita con necesidades totalmente válidas, y obligada a actuar de un modo que satisfacía las necesidades de otro. Conectar con aquel dolor es también reconocer que no pude ser como era realmente, ya que tuve que adaptarme al papel que se me exigía. Y, si nunca pude ser como era realmente, ¿quién soy?

• Provengo de una familia en la cual, debido a los miedos que mis padres traían con ellos desde sus propias infancias, se me sobreprotegía. Jamás se me permitió explorar el mundo y aprender de mis errores. Crecí con la sensación de ser inútil, inseguro/a y completamente carente de recursos. Esto me llevó a no accionar jamás, por temor a “no saber cómo”. A medida que crecía, mis padres se impacientaron con mi inacción y comenzaron a criticarla. Yo me sentí confundido/a. Estaban criticando eso en lo que ellos mismos me habían convertido. Ahora me sentía inútil, inseguro/a y, encima, culpable. Mis relaciones de amistad y de pareja se caracterizan por escoger a personas que aparentan ser fuertes y seguras, personas que pueden cuidarme y evitar que yo tome decisiones (ya que no sé cómo). Me casé con alguien que me permitió actuar mi papel de desvalido/a y de inmediato hubo un acuerdo tácito de que fuese él/ella quien tomara las decisiones importantes. Un día, tuve un “despertar” y me encontré sintiéndome resentido/a con que no se me consultara para nada. Y me enojé con mi pareja. La acusé de no tenerme en cuenta ni valorar mi opinión, sin poder ver que fui yo mismo/a quien había acordado, de manera no explícita, ser el/la débil en esta relación.

• Provengo de una familia en la que tácitamente está prohibido contactar con el dolor. Sé que ocultan secretos acerca de acontecimientos dolorosos de los que, por algún motivo, no se habla. Cuando alguien pregunta, recibe evasivas y se cambia de tema. Allí, llorar o “estar mal” es algo que causa pavor, un lugar del cual hay que salir a como dé lugar. Y me doy cuenta de que, en mis relaciones, siempre soy quien “levanta los ánimos”, y a quienes todos recurren cuando tienen problemas, para “sentirse mejor”. Lamentablemente, cuando soy yo quien necesita una oreja que me escuche, no tengo a nadie. Las personas a mi alrededor no están acostumbradas a dar apoyo a otros. Y me doy cuenta que fui yo quien las mal acostumbró. Y me siento muy solo/a e incomprendido/a.

Las personas detrás de estos relatos tienen todas las de ganar: han podido identificar de qué maneras han contribuido a co-edificar con otras personas relaciones que terminan siendo nocivas o poco gratificantes y en las cuales no se han permitido ser ellos mismos. Para arribar a esta autoconciencia transitaron un camino de autoexploración y autoconomimiento, dejándolos en un lugar de ventaja para aprender a relacionarse desde un lugar más sano y beneficioso para sus verdaderas necesidades. Vos también podés hacer este misterioso y gratificante recorrido. Estás invitado/a.



Carla May
Consultora Psicológica Humanística y Sistémica
Facilitadora del Desarrollo Personal Integral
15-6103-2940
4726-6479
General Pacheco, Buenos Aires

domingo, 2 de abril de 2017

¿PUEDE UN VARÓN VIOLENTO RECUPERARSE?

Quisiera comenzar esta reflexión poniendo sobre el tapete que las violencias dentro de una pareja no son potestad de un género en particular, sino de una persona sobre otra (o de dos personas, una sobre la otra, mutuamente), sin importar el género biológico, la orientación sexual ni la identidad de género de sus miembros.

¿Por qué, entonces, decidí escribir acerca de los hombres que actúan violentamente? Existen dos disparadores. Por un lado, la creciente pandemia de asesinatos de mujeres en manos de sus parejas o ex parejas. Por el otro, mis años de experiencia en el trabajo con personas dependientes afectivas (AQUÍ más información).

Durante mis primeros años como coordinadora de grupos de ayuda mutua para personas adictas a otras personas, trabajé sólo con mujeres, en su gran mayoría heterosexuales, y muchas veces relacionadas con un hombre que, en al menos una ocasión, había actuado con violencia. Puedo sugerir que en menos de la mitad de los casos esa violencia respondía a aspectos culturales machistas (objetivando a la mujer y considerándola una propiedad de la que podía disponer a su antojo) o a un patrón de personalidad psicopática o perversa (y su accionar sistemático para aniquilar emocionalmente a la pareja/víctima). Por el contrario, la gran mayoría de estas mujeres estaban relacionadas con un hombre cuya violencia era producto de dificultades emocionales propias, difíciles de manejar para él y favorecidas y/o sostenidas en el tiempo en el contexto de una relación disfuncional, cuya disfuncionalidad era alimentada por ambos.

Por “funcional” me refiero a una relación de pareja en la cual sus miembros se relacionan de adulto a adulto, registrando al otro como una persona con características y necesidades propias, brindando un tipo de amor que posibilita al otro ser quien de veras es (sin la necesidad de esconder aspectos de sí mismo) y recibiendo de la pareja el mismo tipo de amor que se brinda. Cuando aparecen diferencias que atentan contra la continuidad del vínculo, se dirán adiós, duelarán la relación el tiempo que les sea necesario, y seguirán adelante separadamente.

Esto no sucede en las parejas que se relacionan de manera dependiente. Aquí, cada uno de los miembros trae consigo heridas emocionales irresueltas, que son incapaces de sanar con recursos propios. No pueden hacer foco en las necesidades del otro, sino en el inmenso vacío de las propias necesidades emocionales insatisfechas, y la búsqueda desesperada de “algo” que lo llene. Así es que cada uno se relaciona con el otro depositando sobre él o ella la función de “dador de bienestar y llenador de vacíos”. Mientras el otro se ciña a ese papel, no habrá conflicto en la superficie. Sin embargo, en algún momento, el otro también comenzará a demandar su cuota de “bienestar”. Teniendo en cuenta que estamos ante una pareja en la que ambos “demandan” algo que el otro, por sus propias carencias emocionales, no puede brindar, es claro que se experimentará muchísima frustración, caldo de cultivo para cualquier tipo de violencia.

Cuando los hombres implicados en estas parejas comenzaron a tener voz apareció una luz de esperanza para resolver esta violencia no machista, sino reactiva.

Con el debido permiso, trataré de reproducir, lo más fielmente posible, las historias detrás de algunos vínculos violentos:

“Mi mamá nunca nos protegió. Cuando mi papá venía a casa y empezaba a golpear las paredes y puertas, y a insultarnos, ella no nos defendía. Se quedaba muda, petrificada. Ni siquiera se le ocurría irse después de que mi papá la golpeara (lo que sucedía casi a diario). Yo hubiese querido que nos lleve a mi hermano y a mí lejos, que nunca más tuviésemos que soportar otra vez esa violencia. Yo fantaseaba con matar a mi papá. Después de cada ataque, mi mamá se encerraba con mi papá en su cuarto y los oía tener sexo. Al día siguiente, nadie hablaba del tema, como si nada hubiese pasado. Yo crecí con una ira enorme. Me costaba soportar la frustración. Cuando algo no me salía como yo quería, insultaba, rompía cosas y golpeaba las paredes. Mi esposa se asustaba cuando yo reaccionaba de este modo y se quedaba petrificada, al tiempo que imploraba que yo no actuara así. Y yo veía en ella a mi mamá. ¡Y tenía ganas de golpearla por no reaccionar, por no irse o defenderse, por su insoportable inacción! De hecho, la golpée y, como ella trabajaba fuera de casa, sus compañeros notaron los golpes. Con su ayuda, ella me denunció. Eso fue el inicio de mi recuperación, ya que tuve que hacer terapia para controlar mi ira. Y allí comprendí que mi mamá nos protegió como pudo; que ella ponía su cuerpo para que no fuésemos mi hermano o yo quienes recibiéramos los golpes de mi padre. Comprendí que mi mamá utilizaba el sexo para calmar a mi papá, y que ella creía que, si él tenía sexo con ella, era porque la amaba, y por lo que ella guardaba esperanzas de que él cambiara o dejara de maltratarla, a pesar de que eso jamás sucedió. Comprendí que mi mamá era dependiente emocional. Comprendí, también, que mi ira no iba dirigida a mi esposa, sino que era una reacción aprendida durante esa infancia violenta que tuve. Supongo que mi papá sentía lo mismo que yo, pero no pudo o no quiso pedir ayuda. Hoy estoy en pareja nuevamente y ya no hay agresiones. Pude elegir una mujer que se respeta, me respeta y a la que respeto. Hoy puedo pedir abiertamente lo que necesito, con lo cual ya no debo recurrir a la violencia.”

“Crecí en una familia distante emocionalmente. Lo que más recuerdo son las críticas, cómo mi familia señalaba todo lo que yo hacía mal. Jamás creí en mí mismo. Tenía mucho miedo al ridículo y a lo que dirían los demás, si me conocieran. Me costó terminar mis estudios secundarios, así como conseguir trabajo, ya que no me creía bueno para hacer nada. Nunca fui una persona arriesgada; más bien, necesitaba sentir la seguridad de lo conocido. Cuando me casé, mi esposa era muy maternal conmigo. Me ayudó a superar algo de mi baja autoestima, pero no lo logró completamente. Yo jamás pude acompañarla en aquello que ella necesitaba, ya que yo no podía conmigo mismo. A medida que pasaba el tiempo, ella se ponía más y más impaciente con mi inercia. Y me lo hacía saber. Las críticas hacia mis limitaciones eran constantes y yo parecía estar viviendo nuevamente el infierno de mis primeros años. Yo era una olla a presión, a punto de estallar. Hasta que, en medio de una discusión, lo hice y la golpee. No fue algo que quisiera hacer, pero no pude controlarme. Luego de unos días volvimos a estar juntos. Las cosas mejoraron por un tiempo. Pero las críticas volvieron y, nuevamente, no pude controlar mi ira. Esta vez me sentí la peor basura del mundo. Volví a irme de mi casa y decidí hacer algo para mejorar. Comencé un proceso terapéutico. Allí pude ver la ligazón entre mis explosiones de ira y mis vivencias infantiles. Comprendí, también, que mi sensación de ser una olla de presión a punto de estallar se debía a que me guardaba todo para mí. Y que, dadas mis características emocionales, sería muy difícil no involucrarme con una mujer emocionalmente dependiente. Mi esposa estuvo de acuerdo en seguir adelante, en tanto ambos iniciáramos un proceso de sanación. Hoy, las cosas están mucho mejor para ambos. Yo, logré aumentar mi autoconfianza y encarar nuevos proyectos. Ella, a su vez, también logró generar una autoestima más alta, con lo que ya no necesita criticarme para pedirme que me convierta en algo que ella necesita. Ya no nos lastimamos ni con golpes ni con críticas.”

Lo que se puede observar en las vivencias de estos dos hombres es que la violencia no estaba dirigida a destruir a sus parejas, sino que ésta aparecía como respuesta a un disparador: la frustración.

La frustración y violencia, en el marco de las dependencias afectivas, no es sólo potestad del varón:

“Cuando era adolescente y comencé a salir con chicas, decidí que yo jamás sería violento como mi padre; que jamás golpearía ni irrespetaría a una mujer. Sufrí mucho por amor. Me tocaron las peores mujeres, todas dañinas en algún modo. Cuando creí que había encontrado al amor de mi vida y me casé con ella, todo se repitió. Ella no soportaba que yo no tuviese carácter. Me pedía que fuese un hombre, que la cuidara, que no fuese tan blando. Nada en mí parecía gustarle, y su frustración llegó al límite del insulto y los cachetazos. Yo jamás me defendí, ya que había jurado que jamás maltrataría a una mujer.”

Este tercer testimonio muestra de manera mucho más gráfica algo que sucede también en los dos primeros: hay críticas constantes. Esto no es un dato menor. Las críticas son consideradas una de las distintas variantes de las denominadas “violencias invisibles”, en las cuales no se despliega agresión física, sino que, utilizando distintos niveles de comunicación (palabras, gritos, llanto, gestos, actitudes corporales o el silencio), se intenta que la otra persona se sienta culpable, ofendida, disminuida, despreciada, invisible, etc., y actúe del modo en el que se espera de él/ella mediante la manipulación.

¿Cuándo utiliza un dependiente emocional violencias invisibles? Cuando sus demandas no son satisfechas del modo en que él o ella lo desea, lo cual sucede muy a menudo, y por las siguientes razones: por un lado, porque absolutamente nada de lo que el otro haga puede llenar los vacíos de una persona que no está llena de sí misma. Todo esfuerzo será en vano. Por el otro, porque una persona dependiente emocional no puede generar vínculos con alguien emocionalmente sano. Esto es así porque una persona emocionalmente sana busca a otra en igual condición para generar una pareja, y va a huir ante el primer reclamo de alguien que “necesita” de él o ella para no estar solo, para cumplir su sueño de tener una familia o para obtener su “objeto adictivo” que lo ayude a paliar su vacío y angustia. Naturalmente, quien acepte quedarse a su lado, va a ser otra persona igual de dependiente que él o ella, y con el mismo y profundísimo hambre de amor. El combo perfecto para el desastre: dos personas que no saben estar solas, que carecen de herramientas emocionales adecuadas, que buscan en su pareja conseguir ese amor y aprobación que no recibieron siendo niños, que buscan alguien que los “complete”, al tiempo que tienen terror a la indiferencia emocional, al abandono, al rechazo y a las críticas, que son justamente lo que recibieron siendo niños, y que explican su baja autoestima hoy.

Clarificando lo antedicho, un dependiente emocional va a generar vínculos con personas que jamás son “la mejor opción” (dijimos que “las mejores opciones” se alejan de un dependiente y sus reclamos). Y, a pesar de que ambos están llenos de defectos y no terminan de estar a la altura de las expectativas del otro, no pueden alejarse el uno del otro. Su terror al abandono les impide siquiera fantasear con terminar la relación. Lo que sucederá es que se mantendrán unidos, quejándose uno del otro por no ser lo que cada uno de ellos necesita. En este contexto, una persona dependiente podría desplegar una batería de demandas: que el otro cambie, que sea más afectuosa/o, que la elija, que no la cele tanto, que la deje respirar, que se dé cuenta de lo que ella necesita, que la mire cuando hablan, que se comprometa con los hijos, que no la deje sola, que la trate bien, que no tome tanto, que no venga a casa drogada/o, que no la insulte, que no se ponga loca/o (en lugar de alejarse y relacionarse con alguien más cercano a sus necesidades).

Lamentablemente, por cuestiones culturales que todos hemos aprendido y reforzado a lo largo de nuestras vidas (a través de lo aprendido en la familia de origen, los medios de comunicación, la literatura, las canciones, etc.), la ecuación suele ser la siguiente: frente al estrés permanente de una relación tóxica, las mujeres (quienes han recibido el mensaje de ser el sexo débil y víctimas impotentes del deseo masculino) tienen tendencia a enfermar y desarrollar depresión. Frente a la misma situación, los hombres (a quienes, históricamente, se les ha criticado por mostrar sus emociones y se les ha inducido a desplegar una fortaleza ficticia) tienen mayor tendencia a liberar su frustración mediante la violencia física, algo también vedado culturalmente a las mujeres y aceptado (o, incluso, festejado) en los varones, desde sus primeros años de vida.

Imagino a un hombre que, al igual que su pareja, está relacionado con una  persona defectuosa emocionalmente, cuán irritantes son sus reclamos y lo incapaz que él se siente para satisfacerlos. ¡La frustración crece y crece! ¿Hay posibilidad de no reaccionar violentamente?

Sí, la hay. Si ambos pudiesen reconocer que están relacionándose desde un lugar de inmadurez emocional y dependencia, habría posibilidad de, al acrecentar su libertad psicológica, generar una relación más sana, madura y responsable. Ella podría llegar a darse cuenta de cuánto utiliza la manipulación mediante la victimización para obtener de él lo que ella no puede darse a sí misma. Él, de cuán profundo caló en su ser el mandato de que “los hombres no lloran”, de cuánto dolor y frustración fue acumulando a lo largo de su vida debido a acatarlo, y cuánto más sano es liberarlo adecuadamente, en lugar de hacerlo con violencia hacia su pareja cuando su frustración lo desborda. Podría incluso poner en tela de juicio la irracional creencia de que, en los hombres, la violencia es “natural”. Ambos podrían, si tienen el valor suficiente de explorarse en profundidad, llegar a darse cuenta de que los dos estaban siendo violentos, aunque sólo uno de los dos utilizara violencia física. Y, a pesar de las broncas, la sensación de injusticia y el deseo de castigo, podrían actuar con solidaria madurez y contribuir a que la sociedad ostente menos violencia, dejando de REACCIONAR y aprendiendo a ELEGIR.

Carla May
Consultora Psicológica Humanística y Sistémica
Facilitadora del Desarrollo Personal
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General Pacheco, Buenos Aires