domingo, 2 de abril de 2017

¿PUEDE UN VARÓN VIOLENTO RECUPERARSE?

Quisiera comenzar esta reflexión poniendo sobre el tapete que las violencias dentro de una pareja no son potestad de un género en particular, sino de una persona sobre otra (o de dos personas, una sobre la otra, mutuamente), sin importar el género biológico, la orientación sexual ni la identidad de género de sus miembros.

¿Por qué, entonces, decidí escribir acerca de los hombres que actúan violentamente? Existen dos disparadores. Por un lado, la creciente pandemia de asesinatos de mujeres en manos de sus parejas o ex parejas. Por el otro, mis años de experiencia en el trabajo con personas dependientes afectivas (AQUÍ más información).

Durante mis primeros años como coordinadora de grupos de ayuda mutua para personas adictas a otras personas, trabajé sólo con mujeres, en su gran mayoría heterosexuales, y muchas veces relacionadas con un hombre que, en al menos una ocasión, había actuado con violencia. Puedo sugerir que en menos de la mitad de los casos esa violencia respondía a aspectos culturales machistas (objetivando a la mujer y considerándola una propiedad de la que podía disponer a su antojo) o a un patrón de personalidad psicopática o perversa (y su accionar sistemático para aniquilar emocionalmente a la pareja/víctima). Por el contrario, la gran mayoría de estas mujeres estaban relacionadas con un hombre cuya violencia era producto de dificultades emocionales propias, difíciles de manejar para él y favorecidas y/o sostenidas en el tiempo en el contexto de una relación disfuncional, cuya disfuncionalidad era alimentada por ambos.

Por “funcional” me refiero a una relación de pareja en la cual sus miembros se relacionan de adulto a adulto, registrando al otro como una persona con características y necesidades propias, brindando un tipo de amor que posibilita al otro ser quien de veras es (sin la necesidad de esconder aspectos de sí mismo) y recibiendo de la pareja el mismo tipo de amor que se brinda. Cuando aparecen diferencias que atentan contra la continuidad del vínculo, se dirán adiós, duelarán la relación el tiempo que les sea necesario, y seguirán adelante separadamente.

Esto no sucede en las parejas que se relacionan de manera dependiente. Aquí, cada uno de los miembros trae consigo heridas emocionales irresueltas, que son incapaces de sanar con recursos propios. No pueden hacer foco en las necesidades del otro, sino en el inmenso vacío de las propias necesidades emocionales insatisfechas, y la búsqueda desesperada de “algo” que lo llene. Así es que cada uno se relaciona con el otro depositando sobre él o ella la función de “dador de bienestar y llenador de vacíos”. Mientras el otro se ciña a ese papel, no habrá conflicto en la superficie. Sin embargo, en algún momento, el otro también comenzará a demandar su cuota de “bienestar”. Teniendo en cuenta que estamos ante una pareja en la que ambos “demandan” algo que el otro, por sus propias carencias emocionales, no puede brindar, es claro que se experimentará muchísima frustración, caldo de cultivo para cualquier tipo de violencia.

Cuando los hombres implicados en estas parejas comenzaron a tener voz apareció una luz de esperanza para resolver esta violencia no machista, sino reactiva.

Con el debido permiso, trataré de reproducir, lo más fielmente posible, las historias detrás de algunos vínculos violentos:

“Mi mamá nunca nos protegió. Cuando mi papá venía a casa y empezaba a golpear las paredes y puertas, y a insultarnos, ella no nos defendía. Se quedaba muda, petrificada. Ni siquiera se le ocurría irse después de que mi papá la golpeara (lo que sucedía casi a diario). Yo hubiese querido que nos lleve a mi hermano y a mí lejos, que nunca más tuviésemos que soportar otra vez esa violencia. Yo fantaseaba con matar a mi papá. Después de cada ataque, mi mamá se encerraba con mi papá en su cuarto y los oía tener sexo. Al día siguiente, nadie hablaba del tema, como si nada hubiese pasado. Yo crecí con una ira enorme. Me costaba soportar la frustración. Cuando algo no me salía como yo quería, insultaba, rompía cosas y golpeaba las paredes. Mi esposa se asustaba cuando yo reaccionaba de este modo y se quedaba petrificada, al tiempo que imploraba que yo no actuara así. Y yo veía en ella a mi mamá. ¡Y tenía ganas de golpearla por no reaccionar, por no irse o defenderse, por su insoportable inacción! De hecho, la golpée y, como ella trabajaba fuera de casa, sus compañeros notaron los golpes. Con su ayuda, ella me denunció. Eso fue el inicio de mi recuperación, ya que tuve que hacer terapia para controlar mi ira. Y allí comprendí que mi mamá nos protegió como pudo; que ella ponía su cuerpo para que no fuésemos mi hermano o yo quienes recibiéramos los golpes de mi padre. Comprendí que mi mamá utilizaba el sexo para calmar a mi papá, y que ella creía que, si él tenía sexo con ella, era porque la amaba, y por lo que ella guardaba esperanzas de que él cambiara o dejara de maltratarla, a pesar de que eso jamás sucedió. Comprendí que mi mamá era dependiente emocional. Comprendí, también, que mi ira no iba dirigida a mi esposa, sino que era una reacción aprendida durante esa infancia violenta que tuve. Supongo que mi papá sentía lo mismo que yo, pero no pudo o no quiso pedir ayuda. Hoy estoy en pareja nuevamente y ya no hay agresiones. Pude elegir una mujer que se respeta, me respeta y a la que respeto. Hoy puedo pedir abiertamente lo que necesito, con lo cual ya no debo recurrir a la violencia.”

“Crecí en una familia distante emocionalmente. Lo que más recuerdo son las críticas, cómo mi familia señalaba todo lo que yo hacía mal. Jamás creí en mí mismo. Tenía mucho miedo al ridículo y a lo que dirían los demás, si me conocieran. Me costó terminar mis estudios secundarios, así como conseguir trabajo, ya que no me creía bueno para hacer nada. Nunca fui una persona arriesgada; más bien, necesitaba sentir la seguridad de lo conocido. Cuando me casé, mi esposa era muy maternal conmigo. Me ayudó a superar algo de mi baja autoestima, pero no lo logró completamente. Yo jamás pude acompañarla en aquello que ella necesitaba, ya que yo no podía conmigo mismo. A medida que pasaba el tiempo, ella se ponía más y más impaciente con mi inercia. Y me lo hacía saber. Las críticas hacia mis limitaciones eran constantes y yo parecía estar viviendo nuevamente el infierno de mis primeros años. Yo era una olla a presión, a punto de estallar. Hasta que, en medio de una discusión, lo hice y la golpee. No fue algo que quisiera hacer, pero no pude controlarme. Luego de unos días volvimos a estar juntos. Las cosas mejoraron por un tiempo. Pero las críticas volvieron y, nuevamente, no pude controlar mi ira. Esta vez me sentí la peor basura del mundo. Volví a irme de mi casa y decidí hacer algo para mejorar. Comencé un proceso terapéutico. Allí pude ver la ligazón entre mis explosiones de ira y mis vivencias infantiles. Comprendí, también, que mi sensación de ser una olla de presión a punto de estallar se debía a que me guardaba todo para mí. Y que, dadas mis características emocionales, sería muy difícil no involucrarme con una mujer emocionalmente dependiente. Mi esposa estuvo de acuerdo en seguir adelante, en tanto ambos iniciáramos un proceso de sanación. Hoy, las cosas están mucho mejor para ambos. Yo, logré aumentar mi autoconfianza y encarar nuevos proyectos. Ella, a su vez, también logró generar una autoestima más alta, con lo que ya no necesita criticarme para pedirme que me convierta en algo que ella necesita. Ya no nos lastimamos ni con golpes ni con críticas.”

Lo que se puede observar en las vivencias de estos dos hombres es que la violencia no estaba dirigida a destruir a sus parejas, sino que ésta aparecía como respuesta a un disparador: la frustración.

La frustración y violencia, en el marco de las dependencias afectivas, no es sólo potestad del varón:

“Cuando era adolescente y comencé a salir con chicas, decidí que yo jamás sería violento como mi padre; que jamás golpearía ni irrespetaría a una mujer. Sufrí mucho por amor. Me tocaron las peores mujeres, todas dañinas en algún modo. Cuando creí que había encontrado al amor de mi vida y me casé con ella, todo se repitió. Ella no soportaba que yo no tuviese carácter. Me pedía que fuese un hombre, que la cuidara, que no fuese tan blando. Nada en mí parecía gustarle, y su frustración llegó al límite del insulto y los cachetazos. Yo jamás me defendí, ya que había jurado que jamás maltrataría a una mujer.”

Este tercer testimonio muestra de manera mucho más gráfica algo que sucede también en los dos primeros: hay críticas constantes. Esto no es un dato menor. Las críticas son consideradas una de las distintas variantes de las denominadas “violencias invisibles”, en las cuales no se despliega agresión física, sino que, utilizando distintos niveles de comunicación (palabras, gritos, llanto, gestos, actitudes corporales o el silencio), se intenta que la otra persona se sienta culpable, ofendida, disminuida, despreciada, invisible, etc., y actúe del modo en el que se espera de él/ella mediante la manipulación.

¿Cuándo utiliza un dependiente emocional violencias invisibles? Cuando sus demandas no son satisfechas del modo en que él o ella lo desea, lo cual sucede muy a menudo, y por las siguientes razones: por un lado, porque absolutamente nada de lo que el otro haga puede llenar los vacíos de una persona que no está llena de sí misma. Todo esfuerzo será en vano. Por el otro, porque una persona dependiente emocional no puede generar vínculos con alguien emocionalmente sano. Esto es así porque una persona emocionalmente sana busca a otra en igual condición para generar una pareja, y va a huir ante el primer reclamo de alguien que “necesita” de él o ella para no estar solo, para cumplir su sueño de tener una familia o para obtener su “objeto adictivo” que lo ayude a paliar su vacío y angustia. Naturalmente, quien acepte quedarse a su lado, va a ser otra persona igual de dependiente que él o ella, y con el mismo y profundísimo hambre de amor. El combo perfecto para el desastre: dos personas que no saben estar solas, que carecen de herramientas emocionales adecuadas, que buscan en su pareja conseguir ese amor y aprobación que no recibieron siendo niños, que buscan alguien que los “complete”, al tiempo que tienen terror a la indiferencia emocional, al abandono, al rechazo y a las críticas, que son justamente lo que recibieron siendo niños, y que explican su baja autoestima hoy.

Clarificando lo antedicho, un dependiente emocional va a generar vínculos con personas que jamás son “la mejor opción” (dijimos que “las mejores opciones” se alejan de un dependiente y sus reclamos). Y, a pesar de que ambos están llenos de defectos y no terminan de estar a la altura de las expectativas del otro, no pueden alejarse el uno del otro. Su terror al abandono les impide siquiera fantasear con terminar la relación. Lo que sucederá es que se mantendrán unidos, quejándose uno del otro por no ser lo que cada uno de ellos necesita. En este contexto, una persona dependiente podría desplegar una batería de demandas: que el otro cambie, que sea más afectuosa/o, que la elija, que no la cele tanto, que la deje respirar, que se dé cuenta de lo que ella necesita, que la mire cuando hablan, que se comprometa con los hijos, que no la deje sola, que la trate bien, que no tome tanto, que no venga a casa drogada/o, que no la insulte, que no se ponga loca/o (en lugar de alejarse y relacionarse con alguien más cercano a sus necesidades).

Lamentablemente, por cuestiones culturales que todos hemos aprendido y reforzado a lo largo de nuestras vidas (a través de lo aprendido en la familia de origen, los medios de comunicación, la literatura, las canciones, etc.), la ecuación suele ser la siguiente: frente al estrés permanente de una relación tóxica, las mujeres (quienes han recibido el mensaje de ser el sexo débil y víctimas impotentes del deseo masculino) tienen tendencia a enfermar y desarrollar depresión. Frente a la misma situación, los hombres (a quienes, históricamente, se les ha criticado por mostrar sus emociones y se les ha inducido a desplegar una fortaleza ficticia) tienen mayor tendencia a liberar su frustración mediante la violencia física, algo también vedado culturalmente a las mujeres y aceptado (o, incluso, festejado) en los varones, desde sus primeros años de vida.

Imagino a un hombre que, al igual que su pareja, está relacionado con una  persona defectuosa emocionalmente, cuán irritantes son sus reclamos y lo incapaz que él se siente para satisfacerlos. ¡La frustración crece y crece! ¿Hay posibilidad de no reaccionar violentamente?

Sí, la hay. Si ambos pudiesen reconocer que están relacionándose desde un lugar de inmadurez emocional y dependencia, habría posibilidad de, al acrecentar su libertad psicológica, generar una relación más sana, madura y responsable. Ella podría llegar a darse cuenta de cuánto utiliza la manipulación mediante la victimización para obtener de él lo que ella no puede darse a sí misma. Él, de cuán profundo caló en su ser el mandato de que “los hombres no lloran”, de cuánto dolor y frustración fue acumulando a lo largo de su vida debido a acatarlo, y cuánto más sano es liberarlo adecuadamente, en lugar de hacerlo con violencia hacia su pareja cuando su frustración lo desborda. Podría incluso poner en tela de juicio la irracional creencia de que, en los hombres, la violencia es “natural”. Ambos podrían, si tienen el valor suficiente de explorarse en profundidad, llegar a darse cuenta de que los dos estaban siendo violentos, aunque sólo uno de los dos utilizara violencia física. Y, a pesar de las broncas, la sensación de injusticia y el deseo de castigo, podrían actuar con solidaria madurez y contribuir a que la sociedad ostente menos violencia, dejando de REACCIONAR y aprendiendo a ELEGIR.

Carla May
Consultora Psicológica Humanística y Sistémica
Facilitadora del Desarrollo Personal
www.carlamaycounselor.blogspot.com.ar
15-6103-2940 / 4726-6479
General Pacheco, Buenos Aires

No hay comentarios:

Publicar un comentario