jueves, 25 de octubre de 2018

LA DEPENDENCIA EMOCIONAL Y EL HAMBRE DE AMOR

La dependencia emocional es un patrón de relación en el cual, debido a nuestra necesidad de ser amados y aceptados, dejamos pasar señales de alerta acerca de lo inadecuada que es nuestra relación (porque nuestra pareja no nos demuestra amor, nos presiona para hacer o dejar de hacer cosas a su antojo, nos maltrata verbal, emocional y/o físicamente, o simplemente no somos felices con él/ella) y, aún así, no podemos defender nuestra posición o alejarnos. Si nos alejamos, probablemente sea por períodos cortos de tiempo y, luego, nos reconciliamos y volvemos a relacionarnos de manera disfuncional. Lo más alarmante de la dependencia emocional es que es el paso previo a la violencia en la pareja (es decir, no hay violencia en la pareja si no existió antes dependencia emocional). Poder reconocerla y superarla nos garantiza relacionarnos sanamente y enseñar a nuestros hijos a hacerlo, salvándolos del destino de repetir nuestro modo disfuncional de relacionarnos.

Las personas emocionalmente dependientes ostentamos en nuestro pasado una infancia con innumerables carencias de índole emocional, por lo cual transitamos por la vida con “hambre de amor”. Probablemente hayamos tenido padres con algún tipo de adicción o trastorno psiquiátrico, es decir, padres que, por sus propias perturbaciones, y librando sus propias batallas, no pudieron estar emocionalmente disponibles para nosotros, al igual que aquellos padres que han tenido que cuidar de un familiar enfermo o con discapacidad, o aquellos que, por haber tenido malas experiencias en sus propias vidas, y temerosos de que suframos de manera similar, nos han sobreprotegido al grado de no permitirnos desarrollarnos como seres autónomos y seguros. Es también posible que hayan habido padres infantiles, fríos, hipercríticos, ausentes (en vida o por fallecimiento) o maltratadores.

Ante este panorama de inseguridad emocional, justamente en la etapa de nuestra vida en la que más protegidos habríamos necesitado sentirnos, probablemente hayamos tenido que sobreadaptarnos a aquella realidad tan insegura, y de diversos modos. De esa manera, quizás dejamos de hacer demandas totalmente genuinas con el objeto de  que nuestros padres no se sintieran “sobrecargados” y, así, no bebieran, se drogaran o se deprimieran tanto (si a ellos les hubiese pasado algo, ¿quién habría cuidado de nosotros?). Quizás nos esforzamos por ser los mejores en la escuela o por portarnos bien, creyendo que, así, nuestros padres distantes y/o hipercríticos nos querrían más. O quizás aprendimos a ser silenciosos para que nuestros padres, emocionalmente volátiles, no estallaran en ira.

Esta búsqueda de artilugios para salvar o ganarnos el amor de nuestros padres tiene, como lamentable resultado, una brutal desconexión con las propias necesidades y una búsqueda inagotable de aceptación externa, que llevaremos por la vida como patrón aprendido. No nos relacionamos con la libertad de quien se siente valioso y merecedor de amor y buenos tratos. Por el contrario, nos sentimos poco valiosos, incompletos, inseguros, inadecuados, y hoy mendigamos el amor de nuestras parejas, así como ayer lo hicimos con el de nuestros padres.

Al relacionarnos, intentamos agradar al otro, “vendiéndonos” de la mejor manera posible. Al estar tan desconectados de nuestras necesidades, no nos detenemos a pensar en si el otro nos agrada, sino en hacer el mayor esfuerzo posible por ser aceptados por él/ella.

Si expresar nuestras necesidades implica un riesgo de que el otro se vaya, optamos por hacer silencio y complacer, evitando así ser abandonados o que nos digan que no, lo cual sería tan similar al abandono emocional que sufrimos durante nuestros primeros años. Así es que solemos comunicar nuestra necesidades de maneras no verbales (llorando, estallando en ira o enfermando) como sustituto de pedir abiertamente lo que necesitamos.

Muchas veces, ciegos a aquella carencia que tan profundo caló en nosotros, podemos llegar a emparejarnos con alguien muy similar a alguno de nuestros padres, de modo de tratar de “ganar” hoy, con nuestra pareja, el amor, aprobación y/o respeto que no pudimos ganar ayer, con nuestros progenitores.

Hay una probabilidad elevada de que nos relacionemos con una persona problemática (infantil, depresiva, infiel, narcisista, distante/evitativa, adicta a algún tipo de sustancia o conducta compulsiva, o que no puede con su propia vida). Esto es así porque nos da la chance de “rescatarlo” o de esforzarnos por cambiarlo. Utilizar nuestras energías buscando rescatar o modificar a otro nos permite desviar el foco de nuestros propios agujeros emocionales y, además, fantasear con que, si tenemos éxito en salvarlo o cambiarlo, por fin seremos valiosos y valorados. Inconscientemente, evitamos las relaciones sanas y calmas, y preferimos aquellas en las cuales debamos vivir en alerta permanente y llenos de ansiedad, para no contactar con nuestro propio dolor interno y/o caer en depresión.

Hemos aprendido que, para que nos quieran, debemos esforzarnos y, si no nos quieren o no nos quieren lo suficientemente bien, no es porque estamos con una pareja inadecuada, sino que no estamos esforzándonos lo suficiente. Así, nos convertimos en expertos en control, y con un ojo aguzado para detectar las necesidades del otro. Hacemos favores que no nos piden con el objeto de ser aceptados, y nos frustramos cuando el otro no hace por nosotros lo que nosotros estaríamos dispuestos a hacer.

Claro que vivir en función del otro nos deja siempre en último lugar. Sobre todo, cuando estamos dispuestos a hacer lo que sea con tal de que nos quieran y no se vayan de nuestro lado. El trabajo que debemos emprender es el de reconocer que el patrón de relación aprendido en nuestra infancia es dañino y aprender a relacionarnos de otro modo más sano, constructivo y disfrutable, donde podamos ser de veras protagonistas y amados por quienes somos, sin necesidad de vender un personaje ficticio, que tan vacíos nos deja.

Vencer la dependencia emocional se logra trabajando sobre nuestra autoestima, nuestras creencias y nuestros hábitos relacionales, conectándonos con nuestras necesidades reales y superando el miedo a la soledad, sanando a aquel niño lastimado que aún nos acompaña hoy, bajo nuestra piel. 


Carla May
Consultora Psicológica Humanística y Sistémica
Facilitadora del Desarrollo Personal Integral
15-6103-2940
2129-5698
General Pacheco, Buenos Aires

Reconociendo la DEPENDENCIA EMOCIONAL

No es fácil hablar de dependencia emocional. Aquellos que alguna vez sufrimos un trastorno dependiente de la personalidad, lo sabemos. Nos remite a un conjunto de falta de poder personal sobre uno mismo, de ausencia de recursos emocionales y la dificultad de salir de un círculo vicioso de dolor y vacío. Como cualquier otra adicción, es una problemática compleja, en la que estamos condicionados por una sociedad atravesada por creencias, conductas y modos de vincularnos malsanos, alienantes y patologizantes, lamentablemente naturalizados y profundamente arraigados, y transmitidos de generación en generación sin conciencia de ello.
Un día, vaya a saber uno por cuáles designios del destino (llega un libro acerca del tema a nuestras manos, vemos un video al respecto, alguien nos sugiere que podríamos estar atravesando por ello) y, probablemente, luego de haber negado y/o justificado durante mucho tiempo nuestra incapacidad de entablar o sostener relaciones gratificantes, caemos en cuenta de que podríamos tener algún grado de adicción emocional. Un baldazo de agua fría o, al fin, la respuesta a esto que nos pasa y que no sabíamos explicar hasta ahora. En un comienzo, probablemente sintamos miedo, bronca, impotencia, tengamos la sensación de estar “emocionalmente defectuosos”, rotos por dentro, inadecuados, enfermos. Y luego, una luz de esperanza.

Es posible que, a lo largo de nuestras vidas, hayamos generado relaciones con distinto grado de inadecuación, y seguramente nos veamos reflejados al escuchar alguna frase de las siguientes:


▪ Mis relaciones no duran,

▪ Siempre me usan,

▪ No soy del todo feliz, pero, al menos, estoy acompañado/a,

▪ A veces lo/a amo y otras me pregunto por qué sigo con él/ella,

▪ Me desvivo por él/ella, pero no recibo lo mismo a cambio,

▪ Pareciera que soy siempre yo el/la que lucho por mejorar la relación,

▪ Le pido que sea distinto/a, que sea más como sabe que a mí me gusta,

▪ Siempre hace cosas que sabe que me molestan,

▪ Siempre toma decisiones sin consultarme,

▪ Mi voz nunca cuenta, pareciera que nunca hacemos lo que yo quiero,

▪ Si yo no estoy, la casa se cae a pedazos,

▪ Es muy celoso/a y me revisa todo,

▪ Soy muy celoso/a y le reviso todo,

▪ Tengo que cuidar cada palabra porque se enoja/ofende/entristece fácilmente,

▪ Si en la intimidad nos entendemos tan bien, ¿cómo puede ser que el resto de la relación sea tan mala?,

▪ No soporto su inactividad/mal humor/timidez/inseguridad/violencia/hiperactividad/ desconfianza, etc.,

▪ Siempre encuentra algo para criticar en cualquier cosa que yo haga,

▪ Sin su opinión no emprendo nada,

▪ Me agobia que no pueda hacer ni decidir algo sin antes preguntarme qué me parece,

▪ Me revienta tener que decidir todo solo/a/que nunca apoye o reconozca nada de lo que hago/que viva enfermo/a/que minimice lo que siento/que no me entienda,

▪ Me siento solo/a,

▪ Siempre se siente solo/a y yo ya no sé qué hacer para acompañarlo/a,

▪ Tengo miedo de que se vaya,

▪ Si no hago todo lo que él/ella quiere, siempre hay una discusión/reclamo,

▪ Cuando se altera, hago silencio/trato de no contradecirlo/a,

▪ No me gusta discutir, prefiero hacer lo que me pide,

▪ Le pido que me diga qué hice mal/que me explique qué necesita/que demuestre más interés por los chicos/que me cuente sus cosas/que busque trabajo,

▪ Cada vez que toma de más, hace pavadas, ¡y yo paso una vergüenza!,

▪ Le pido que ya no se drogue/tome más. Mirá que hasta lloro, ¡he! Y nunca cambia nada,

▪ ¡Me pone loco/a que no se defienda!,

▪ ¡No puede ser tan inútil!

▪ Sin él/ella, me siento desprotegido/a,

▪ A veces me da miedo,

▪ Nunca aceptó a mis hijos. Siempre hace diferencias,

▪ Me ha pegado/gritado, pero no sé, lo/a amo.

▪ Ya no sé cómo explicarle que no doy más,

▪ Cuando no doy más, doy por terminada la relación, pero no aguanto y termino pidiéndole que volvamos,

▪ De verdad quisiera dejarlo/a, pero me la hace difícil; no deja de llamarme o escribirme y termino volviendo con él/ella. Si tan solo me dejara en paz.

Estas expresiones aparecen frecuentemente en boca de un dependiente emocional, y pareciera que el problema es el otro, argumento que suele utilizarse para desligarse de cualquier posibilidad de que algo pudiese estar funcionando mal con uno mismo. Sin embargo, la sistematización de la queja acerca de la manera en la que el otro “es” o de aquello que “hace” a lo largo de meses o años, la insatisfacción y el reclamo permanente, así como la imposibilidad de abandonar la relación o de que el vínculo insatisfactorio cambie, a pesar de nuestros esfuerzos, habla a las claras de algún nivel de dependencia distinto del considerado saludable.

En algunos casos, existe ya un cierto grado de conciencia: podemos reconocer que, si nuestras relaciones nunca funcionan, si nos cuesta estar solos, si generamos relación fallida tras relación fallida, si, en los casos en que tenemos una relación duradera, las cosas no funcionan de manera suficientemente sana, el otro jamás es del modo en que quisiéramos o vivimos siendo criticados, debemos estar relacionándonos con algún grado de disfuncionalidad. Allí es donde pedimos ayuda y nos hacemos cargo de nuestra propia recuperación. En el proceso aprendemos cuáles son los motivos que nos llevan a elegir personas inadecuadas (infantiles, celosas, frías, distantes, inaccesibles, problemáticas, irresponsables, adictas, narcisistas, infieles, violentas) y por qué evitamos a personas más funcionales, que nos posibilitarían construir un vínculo más armonioso, maduro y disfrutable.

En otros casos, cuando no somos tan conscientes de estar relacionándonos de formas malsanas o poco gratificantes, podría suceder que, un día, nuestros mecanismos de defensa se agotan y no es hasta que enfermamos, caemos en depresión, nos generamos un ataque de pánico o una enfermedad autoinmune, por ejemplo, que reconocemos finalmente los hechos largamente negados o ajenos a nuestra conciencia hasta hoy: que hemos estado “aguantando” y justificando situaciones que otros no soportarían ni dos minutos; que, si formamos parte de esta relación que tanto nos daña o nos insatisface, esperando que el otro o “las cosas” cambien, es innegable que algo no funciona bien tampoco en nosotros. Hay un componente adictivo que estriba en utilizar esta relación vacía, poco gratificante o tormentosa para tapar un dolor aún mayor, uno que proviene de nuestros primeros años, quizás jamás hecho conciente hasta el momento, y solemos utilizar la idealización del otro (imaginarlo fuerte y seguro, en lugar de lo narcisista que es en realidad, por ejemplo) o la fantasía de un futuro distinto (“Cuando nos casemos, va a sentar cabeza”) para sostener un vínculo que, al menos, con esta forma de funcionamiento, sólo puede traer más infelicidad y frustración.

Nuestra dependencia podría ser del tipo sumisa. En este primer caso, podríamos reconocernos dentro de un amplio espectro de “gravedad”, desde sentirnos insatisfechos estando en pareja, aunque nada “dañino” acontezca, hasta ser víctimas de violencia doméstica. Sea cual sea nuestro caso, suelen haber determinadas características que nos distinguen. Por un lado, baja estima personal, una necesidad excesiva de reconocimiento, la compulsión a dar explicaciones, falta de asertividad, intolerancia a estar solo, pavor frente a la posibilidad de una ruptura, síndrome de abstinencia ante la separación (con una necesidad urgente de reestablecer el contacto, sumado a sentimientos de ansiedad desbordantes), egoísmo frente a las necesidades del otro (a las que somos en parte ciegos, ya que sólo podemos percibir nuestros propios agujeros emocionales) y tendencia al aferramiento parásito a nuestra pareja. Por el otro, la utilización de mecanismos de control para que la relación no termine o que ésta “mejore” (sin éxito, por supuesto, y vaciándonos de energía en el camino, lo que explica nuestro eventual colapso). Controlamos cada detalle: qué, cómo, cuándo y cómo decimos lo que decimos o hacemos lo que hacemos, anticipándonos a posibles conflictos y enojos de nuestra pareja, y evitando cualquier conducta que pudiese implicar su abandono o rechazo, o no lograr satisfacer nuestras necesidades. Así, podríamos:

▪ Justificar y apañar conductas dañinas, irresponsables o egoístas del otro,

▪ Intentar autoconvencernos de que lo/a amamos o de que nos ama, o de que es la pareja correcta (a pesar de la evidencia en contra),

▪ Decidir no hacer tantas quejas (aunque es claro que hay derechos que se nos están cercenando),

▪ Acceder a realizar siempre su voluntad, pudiendo sentir, ante cada deseo propio que resignamos, rencor, rabia, impotencia, celos, culpa, angustia, ansiedad o depresión.

▪ Acatar las críticas (y dejar de cantar, de escuchar la música que nos gusta, de estudiar, de hacer deporte, de visitar amigos o vestir como quisiéramos, por ejemplo, en busca de la aceptación anhelada, así como el cese de los juzgamientos),

▪ Convertirnos en quien el otro desea que seamos, si eso implica “tranquilidad”,

▪ Monopolizar nuestra atención sobre él/ella, descuidando nuestro trabajo, nuestra familia, amistades e, incluso, nuestros hijos,

▪ Ser invisibles o silenciosos, si esto implica que el otro no estalle en furia.

En casos de dependencia extrema, podríamos desplegar estas conductas no sólo con nuestra pareja, sino también con nuestros hijos, padres, amigos, compañeros de trabajo, jefes, etc.

Cuando somos dependientes del tipo dominante (con mucha más predominancia en hombres que en mujeres), utilizaremos la agresividad, los estallidos de furia, la culpabilización, la crítica constante hacia el otro, el sarcasmo y la ironía, entre otros recursos, para lograr su sumisión, así como nuestra resultante tranquilidad de que su autoestima estará lo suficientemente debilitada como para intentar irse de nuestro lado, y que actuará exactamente del modo en que nuestra propia poca valía personal lo necesita. Nuestra hostilidad hacia nuestra pareja no se debe a que somos psicópatas ni perversos (aunque actuemos como tales, utilizando modelos comunicacionales aprendidos en nuestras familias de origen), sino que podría ser una reacción infantil, inmadura y automática a todo el sufrimiento del que hemos sido objeto en nuestra historia. Es posible que nuestras figuras de apego primarias, es decir, nuestros cuidadores durante nuestros primeros años de vida, no hayan sido emocionalmente receptivos a nuestras necesidades. El resultado ha sido una punzante sensación de abandono emocional, de carencia permanente, de soledad y desesperación, así como una intolerable frustración, que quizás, durante nuestra infancia, hayamos expresado con llanto o agresión hacia nuestros cuidadores, como exigencia del buen amor del que se nos privaba. Hoy, cuando nos relacionamos con una persona dependiente sumisa, tampoco sentimos colmadas nuestras necesidades. Sumémosle a esto que nuestra pareja no deja de demandar que cambiemos y llenemos sus vacíos emocionales, igual de profundos que los nuestros. La presión es insostenible. Nos frustra que no nos reconozcan ni que nos acepten como somos. Y sentimos la misma rabia de nuestros primeros años. Y actuamos con violencia, física o verbalmente. Hoy, con la fuerza de un adulto. Además de liberar frustración, nuestra violencia podría también ser una forma de ocultar el miedo al abandono que se encuentra detrás de todo este aparente poder. Si no hacemos algo para aprender a vincularnos de una manera sana, podemos llegar a llevar a cabo actos de violencia que atenten contra la integridad física de nuestra pareja, y, naturalmente, deberemos pagar por ello ante la ley.

¿Cuál es el camino de la recuperación? Pues ningún otro que el de ir hacia adentro, abrazar nuestros agujeros emocionales y aprender a llenarlos con recursos propios, de modo de no tener que recurrir a manipulaciones inútiles para que sea nuestra pareja, nuestros hijos o quien sea quien haga el trabajo por nosotros (sin resultados favorables, por supuesto). La recuperación implica trabajar sobre nuestra autoestima, primeramente, así como reconocer qué patrones de vinculación disfuncionales hemos estado utilizando, y aprender otros más maduros y constructivos. Es fundamental aprender qué cosas ya no queremos, a poner límites ante el abuso ajeno y, sobre todo, a hacernos responsables por nuestras elecciones y conductas dañinas (hacia nosotros mismos y hacia los demás). El plus máximo es convertirnos en los mayores protectores de nuestro propio ser y poder traspasar estas nuevas herramientas a nuestros hijos, librándolos de la condena de repetir nuestra historia de dolor y/o violencia. Nada más necesario que un progenitor sano, con libertad psicológica plena, para criar hijos sanos, inmunes a la manipulación y a la violencia.


Carla May
Consultora Psicológica Humanística y Sistémica
Facilitadora del Desarrollo Personal Integral
15-6103-2940 
2129-5698
General Pacheco, Buenos Aires

SANAR TU INTERIOR PARA SER FELIZ EN PAREJA

En cuestiones de amor y pareja, suelen haber dos grandes ausentes: la autocrítica y la responsabilidad.

Y así lo demuestran los mensajes engañosos que culturalmente se han traspasado de generación en generación y, hoy en día, se "postean" y comparten en redes sociales muy livianamente, perpetuando modelos de relación malsanos y/o incapaces de traernos plenitud.

En actitud claramente acusatoria hacia aquellas personas con quienes se relacionan a nivel pareja, muchos hablan de:
* los que no saben amar,
* los que siempre te lastiman,
* los que te usan y te abandonan,
* los que no te valoran,
* aquellos por quienes das todo, y no se recibe nada a cambio, etc.

Ahora bien, una pareja es una construcción de a dos, de modo que la felicidad o infelicidad que dentro de ella uno experiencie, también es responsabilidad de dos.

Algunas personas saben amar bien y su felicidad depende no de la "suerte" que han tenido en "conseguir una buena pareja", sino de su responsabilidad para alejarse de quienes no son convenientes para construir una relación sana y nutricia, de acuerdo a lo que de una pareja ellos pretenden. No permanecen al lado de alguien inadecuado, quejándose de cuánta amargura esa persona les provoca; en cambio, deciden actuar constructivamente, ser pacientes, hasta que una persona adecuada llegue, y permanecer sólo cerca de personas que, como ellas, también son responsables consigo mismas y su pretendida felicidad.

Otras personas, por el contrario, escogen y se emparejan con alguien que no colma sus expectativas y, en lugar de alejarse cuando detectan que lograr plena felicidad será imposible allí, deciden permanecer y quejarse, cual si fuesen víctimas de este otro, quien "les impide ser felices".

Pocas veces, quien se relaciona de este modo, se percata de que tampoco él/ella sabe amar bien. Su lógica, a la hora de relacionarse, suele ser similar a la de alguien que desea saborear una fruta madura, deliciosa y dulce, pero que elije, para ello, una fruta aún verde, agria e insípida... ¡y se enoja con la fruta que él mismo escogió!

Las personas que aman bien, como vimos más arriba, jamás se permitirían estar cerca de quien no las ama, respeta o elije. Una persona que ama bien no tiene que reclamar nada, ya que ha sabido ser paciente hasta dar con una pareja que "ya tenga" todo aquello que ella desea. Una persona que ama bien no acepta recibir menos que lo que ella da. Una persona que ama bien ha tenido la fortuna de crecer en un ambiente armonioso, donde el respeto, la presencia emocional para el otro, el amor sano y la solidaridad afectiva han sido moneda corriente.

Quienes no han tenido esa suerte, probablemente arrastren consigo patrones de relación basados en la sumisión, el reclamo, la distancia y abandono afectivos y, quizás, los malos tratos. Su manera de relacionarse, hoy, implica mendigar cariño o reclamarlo mediante la violencia (en cualquiera de sus formas -psicológica, afectiva, manipulativas, física-). Su libertad psicológica está cercenada y, de este modo, jamás podrá elegir bien de qué manera ni con quién relacionarse.

Afortunadamente, a amar bien, se aprende. Este aprendizaje posibilita, en ocasiones, una transformación hacia la salud dentro de la pareja y, en otras, cuando esto no es posible, la capacidad de alejarse de personas malsanas, escogiendo, en cambio, parejas que sumen, en lugar de restar, en términos afectivos, y la consiguiente salud psicológica que se experimenta, al correrse del lugar de quien se queja, reclama y sufre.
¿Te gustaría lograr amar de ese modo, sano, nutricio y constructivo, seas mujer o varón? No te quedes sin intentarlo. Tu felicidad lo vale. 


Carla May
Consultora Psicológica Humanística y Sistémica
Facilitadora del Desarrollo Personal Integral
15-6103-2940 
2129-5698
General Pacheco, Buenos Aires

jueves, 1 de febrero de 2018

Taller: VIOLENCIAS INVISIBLES EN LA VIDA COTIDIANA


TALLER: VIOLENCIAS INVISIBLES EN LA VIDA COTIDIANA
ESPACIO DE REFLEXIÓN Y DE ACRECENTAMIENTO DE LA CONCIENCIA PERSONAL


Vivimos en una sociedad cuya cultura está atravesada por varios tipos de violencia: las violencias explícitas son fácilmente reconocibles por todos. ¿Pero qué pasa con las violencias invisibles, que, de manera cotidiana y naturalizada, invaden nuestras relaciones? Solemos ser víctimas de este tipo de violencias por parte de agresores involuntarios, que desconocen que las ejercen. Claro que, en situaciones de diario acontecer, muchas veces somos nosotros quienes estamos utilizándolas, sin notarlo. En ambos casos, el resultado será conflicto, desencuentro, sensación de soledad, injusticia y/o impotencia, sin olvidar enfermedad psíquica/espiritual, y derivar en posible violencia física. Las violencias se aprenden. Así, también, pueden ser desaprendidas. Algunos recursos de los cuales nos valdremos serán Focusing (o Enfoque Corporal) y CNV (Comunicación No Violenta).



* ¿Cómo reconocemos las violencias invisibles?
* ¿Estamos, sin notarlo, utilizándolas y lastimando a otros (y a nosotros mismos, por defecto)?
* ¿De dónde proviene nuestra violencia?
* ¿Podemos invertir el juego, creando fluidez donde antes había obstáculos y desencuentro?


Lugar de encuentro: Multiespacio La Casa de Colores, Estanislao del Campo 487, General Pacheco.


Inscripciones hasta el 25 de febrero o hasta cubrir las vacantes (se reserva sólo con seña previa).

Valor del Taller: 
$250 en efectivo.
$300 por MercadoPago.

Duración estimada: 2 horas.
Info: 15-6103-2940 / clr.carlamay@hotmail.com


Coordina: Carla May Counselor
Consultora Psicológica Humanística y Sistémica
Facilitadora del Desarrollo Personal Integral, especializada en Dependencias Afectivas
www.carlamaycounselor.blogspot.com.ar

domingo, 1 de octubre de 2017

Procesos de acompañamiento para el Despliegue del Ser


Carla May
Consultora Psicológica Humanística y Sistémica
Facilitadora del Desarrollo Personal Integral
15-6103-2940
4726-6479
General Pacheco, Buenos Aires

¿QUÉ ES LA TERAPIA DE ENSUEÑO DESPIERTO?

Muchas veces hay situaciones que no podemos resolver solos y es allí cuando pedimos ayuda a un profesional de la ayuda psicológica para lograrlo. El primer acercamiento a nuestra problemática es a través de la palabra, con la que intentamos explorar la situación, examinar todas sus aristas y encontrar la manera de resolverla de una forma favorable. En este primer acercamiento a través de la palabra, solemos comunicar aquello que sentimos con términos y conceptos ya conocidos que, quizás, no alcancen para abarcar la inmensidad de lo que vive en nuestro interior, tal vez alejado de la consciencia (probablemente, en el borde de la conciencia pero, aún, sin poder traspasar el límite hacia lo consciente). ¿Cómo podemos acceder, entonces, a ese amplio mundo de significados personales riquísimos que nos estamos perdiendo? Existen varias vías, algunas de ellas mencionadas en mis artículos anteriores (entre ellas, el FOCUSING). Y hoy, propongo una nueva: A TRAVÉS DE NUESTRO MUNDO SIMBÓLICO.

Los símbolos (o imágenes) guardan significados desde incluso antes de nuestro nacimiento, a los que, muchas veces,  no podemos darles palabras. Probablemente porque estos significados provienen de un momento de nuestra vida en el cual no teníamos todavía un desarrollo cognitivo lo suficientemente maduro como para registrarlos/comprenderlos, ni  todavía un lenguaje lo suficientemente desarrollado como para nombrarlos.

En otro orden, nuestros paradigmas mentales suelen responder a los hábitos y creencias que hemos ido adquiriendo a lo largo de nuestra vida. Mucho de nuestro sufrimiento proviene de una disfuncionalidad de esas creencias en nuestra vida, hoy. Nos movemos en un mundo de significados cuya “realidad” nos trae dolor, incomodidad o malestar, y de donde nos es difícil corrernos, ya que no conocemos otra realidad. Allí es donde nuestro mundo simbólico nos ayuda a conocer otros paradigmas y a pensar de formas más libres, distintas a las que conocemos. ¡Qué fantástico es darse cuenta de que estas “otras realidades” que habitan en nuestro interior siempre han estado ahí, aunque no habíamos hallado, hasta ahora, la manera de permitirles comunicar su riqueza! Y, cuando emergen, sólo puede haber transformación.

Un camino para permitir a nuestro mundo simbólico expresarse es a través de la técnica llamada ENSUEÑO DESPIERTO. El Ensueño Despierto es una “oniroterapia” (término proveniente de “onírico”, que significa “asociado a los sueños”). Se llaman así a los métodos psicoterapéuticos que utilizan la imaginación libre o espontánea y el relato simultáneo de lo imaginado. El Ensueño Despierto es un estado intermedio entre la vigilia y el sueño, entre lo fisiológico y lo psíquico. Mediante un estado de relajación, se invita al “ensoñante” a relatar qué ve a partir de una imagen o situación sugerida por el terapeuta. Lo que el ensoñante crea es una película en la cual aparece invaluable material de su vida psíquica que tiene, por finalidad, ayudarlo a conocerse más profundamente y a hacer los ajustes necesarios en su vida emocional que le permitan un mayor bienestar y una más amplia libertad psicológica. En esta película, que es un producto de su psiquismo, el profesional lo invita a realizar una serie de acciones, a “ponerse en movimiento”. Estas acciones imaginadas tiene, luego, un correlato en la vida cotidiana del consultante, lo que le posibilita llevar a cabo en su vida real aquello que anteriormente “ensayó” en una esfera simbólica.

¿Qué explora esta técnica? Explora nuestra percepción histórica (es decir, la mirada que tenemos acerca de nosotros mismos a lo largo de nuestra historia y que, muchas veces, es una mirada ajena, viciada por la manera en que nuestros cuidadores primarios nos veían siendo pequeños). Explora también nuestra forma de relacionarnos, nuestras fortalezas y debilidades, nuestros miedos, nuestras herramientas para abordar conflictos, etc.

¿Qué promueve? Promueve un autoconcepto más realista y actualizado, y menos influido por la mirada de los otros. Promueve la utilización de herramientas emocionales más acabadas y funcionales. En síntesis, realiza un escaneo de nuestro sistema operativo mental y emocional, limpia los archivos obsoletos y los reemplaza por otros más actualizados y funcionales a nuestra calidad de vida.

Podemos pensar al Ensueño Despierto como una terapia Conductual, así como una Existencial. Desde una mirada Conductual (aquella que intenta modificar conductas limitantes, disfuncionales o inhibitorias), la acción imaginaria, por sí misma, produce cambios terapéuticos antes de cualquier interpretación. Lo que sucede en términos simbólicos acontece en el hemisferio derecho, la sede del inconsciente. Así, lo que una persona puede lograr en un espacio imaginario, puede lograrlo en la vida.

Como terapia Existencial, se alienta al ensoñante a hacerse responsable de sí mismo y de sus elecciones en su proceso simbólico, acompañándolo a hacer frente a los obstáculos que su imaginación le presente y acercándolo cada vez más a escuchar su sabiduría organísmica. De este modo, se promueve una cada vez más amplia libertad psicológica y congruencia interna, así como un mayor despliegue de su ser genuino.


Carla May
Consultora Psicológica Humanística y Sistémica
Facilitadora del Desarrollo Personal Integral
15-6103-2940
2129-5698
General Pacheco, Buenos Aires

miércoles, 10 de mayo de 2017

LA CONSTRUCCIÓN DE NUESTRAS RELACIONES



Los seres humanos nos relacionamos de manera permanente con distintas personas en distintos ámbitos a lo largo de nuestras vidas. Con algunas de ellas tenemos encuentros casuales, sin demasiado involucramiento, y, con otras, permanecemos conectados afectivamente durante tiempos prolongados. Aquello que fue un encuentro inicial se va transformando en relaciones con distintos grados de intimidad y confianza. Muchas veces se transforman en relaciones nutritivas, disfrutables y que nos aportan un gran caudal de bienestar. Otras veces, se transforman en relaciones yermas, sin mucho aporte a nuestro crecimiento personal. Otras tantas, en relaciones dañinas, peligrosas a nuestro bienestar emocional y que nos quitan más que lo que nos aportan.

¿En qué momento el destino se tuerce para permitir a esas relaciones convertirse en lo que terminarán siendo (nutricias, yermas o malsanas)? La verdad es que aquí no hay magia ni casualidades: las relaciones son producto de la manera en que las hemos construido, ni más ni menos. Probablemente, si nuestras relaciones son gratificantes, jamás necesitemos cuestionarnos de qué formas hemos contribuido a hacer de ellas esto tan bello que hoy tenemos. El cuestionamiento aparece cuando, sistemáticamente, vemos que nuestras relaciones no son aquello que quisiésemos para nuestras vidas. Allí es donde, si una bendecida luz de sana autocrítica aparece, podremos desandar el camino de nuestras relaciones para permitirnos corregir aquello que no nos satisface de ellas o decidir edificar otras, con bases más sólidas, sanas y enriquecedoras.

El primer punto a tener en cuenta es cómo nos vemos a nosotros mismos, ya que desde esa perspectiva es a partir de la cual vayamos a relacionarnos. ¿Cómo te ves a vos mismo? ¿Fuerte y seguro? ¿Desvalido y sin recursos, y víctima de los demás? ¿Te ves como una entidad separada del resto y pendiente sólo de tus necesidades, cuidando celosamente que nadie te quite la poca felicidad que podés obtener, o como una gotita más en el mar de tus relaciones, dispuesto a atender las necesidades de los demás, así como de las tuyas propias, y esperando lo mismo a cambio?

Probablemente, si sos una persona segura de tu valor, lograrás conectar fácilmente, así como permitirte ser amado por como sos. Si, por el contrario, tu marca personal son la inseguridad, el miedo y la necesidad de protegerte, es posible que no te permitas relaciones muy cercanas (ya que éstas representan una potencial amenaza), con lo cual no generarás relaciones comprometidas, aunque de veras lo desees, con un cada vez más intenso sentimiento de soledad, tristeza, frustración o impotencia. Quizás, en tu afán de protección ante posibles peligros, actúes a la defensiva, utilizando diversas formas de agresividad y violencia, y alejando a aquellos a quienes desearías tener más cerca.

Es necesario comprender que la manera en que nos vemos a nosotros mismos no es producto del azar, sino de la manera en que hemos sido tratados a lo largo de nuestras vidas, primeramente por nuestros cuidadores primarios, durante nuestros primeros años y, luego, por nosotros mismos, volcando, ahora, sobre nosotros, los buenos o malos tratos, el interés o desinterés, la conexión o desconexión que otros nos brindaron antes, y que hemos introyectado. No podría ser de otra manera: aprendimos a vernos a nosotros mismos con el cristal con el que nuestros cuidadores nos vieron antes. Si, de acuerdo a sus características personales o de acuerdo a las circunstancias que estaban atravesando en ese momento, para ellos éramos una bendición, una molestia, seres fuertes a quienes no hacía falta proteger o seres indefensos incapaces de nada, por ejemplo, ¿cómo íbamos a pensar que podrían estar equivocados? Después de todo, ellos eras “los grandes”, los que “todo lo sabían”, a nuestros ojos infantiles necesitados de protección de alguien más fuerte y sabio. Con esto no pretendo culpar a nadie; somos, como decía un querido profesor, “víctimas de víctimas”. Somos, como personas, el producto de padres o cuidadores sin recursos emocionales sanos o adecuados, quienes, a su vez, son el producto de otros padres o cuidadores sin recursos emocionales sanos o adecuados. Si te sentís identificado/a con estas palabras, y la bronca o impotencia te embargan, dejame decirte que está bien que contactes con tu dolor. Sanar comienza con dolor. Lo que sí te pido es que no te quedes pegado a la bronca, ya que eso no resuelve nada, ni cambia lo que fue (ni lo que no pudo ser). Por otro lado, quedarnos pegados a la bronca, sin buscar cómo sanar, nos imposibilita ser buenos padres o cuidadores de nuestros propios hijos, ya que nos relacionamos desde nuestras carencias y no desde nuestra salud emocional.

En conexión a lo expresado en el párrafo anterior, hay una inseparable relación entre la forma en que nos vemos a nosotros mismos y nuestras necesidades emocionales. Es sumamente importante reconocer cuáles son nuestras necesidades emocionales ya que, en base a ellas, vamos a condicionar la manera en que construimos nuestros vínculos. Si hemos tenido la suerte de contar con un entorno de crianza:
• que potenció nuestras fortalezas,
• para quienes fuimos totalmente visibles,
• para quienes nuestras necesidades contaban e importaban,
• que nos permitió equivocarnos y aprender de nuestros errores,
• que no juzgó nuestras emociones o necesidades como malas o inadecuadas, o como motivo de burla,
• que jamás nos avergonzó por ser quienes éramos, sino que nos aceptó sin poner condiciones para amarnos,
• que nos dio alas para ser independientes y no nos sobreprotegió, anulándonos,
• que nos estimuló para ser mejores persones desde la guía y el ejemplo, y no desde el miedo o la amenaza,
tendremos un autoconcepto tan, pero tan fuerte y sólido, y nuestras necesidades emocionales tan adecuadamente cubiertas, que nuestras relaciones tenderán a ser expansivas, emocionantes, de igualdad, brindando todo lo sano que tenemos y esperando de los demás el mismo tipo de afecto sano a cambio. Seremos inmunes a las relaciones inadecuadas, y estaremos más pendientes de cuánto de bueno tenemos para ofrecer (de modo de hacer de nuestros vínculos algo saludable y disfrutable), que cuánto nos hace falta para sentirnos completos.

Cuando nuestra realidad es a la inversa, por provenir de un contexto en el cual nuestras necesidades no fueron satisfechas ni nuestra autoestima alimentada con responsabilidad y/o amor sano, tendemos a ir por la vida con más ansias de recibir aquello que no tuvimos, que de dar a otros. Es una simple cuestión de necesidad de supervivencia afectiva. Nuestras relaciones se convierten en condicionales: damos a otros lo que nos piden, o nos comportamos de la manera en que creemos que se espera de nosotros como condición para recibir aquello que necesitamos. El problema se suscita cuando, a pesar de nuestro “acuerdo de relación mutuamente beneficiosa” (o justamente a causa de él), nuestras necesidades siguen insatisfechas. A esto debemos sumarle que seguimos sin ser felices, que nos gustaría que nuestro partenaire (familiar, amigo/a, pareja) fuese diferente de quien es y que no nos gusta el personaje que debemos representar en esta relación a cambio de ser amados o aceptados.

Así, podríamos actuar de diversas maneras disfuncionales, como lo expresan estos hipotéticos testimonios:

• Provengo de una familia en la cual el juicio y la crítica fueron lo corriente, con lo cual mi necesidad más predominante es ser aceptado. Cuando comienzo una relación, estoy más dispuesto a explorar y conocer qué espera el otro de mí que en ser quien soy realmente. Con el tiempo, esto me crea más problemas que beneficios: me enojo con el otro por “exigirme” ser quien no soy, sin notar que fui yo mismo/a quien me ubiqué en ese lugar, debido a mi necesidad de reconocimiento.

• Provengo de una familia en la cual fui desatendido/a, descuidado/a y, quizás, maltratado/a, con lo cual hoy me siento un ser sin importancia para los demás, invisible y sin valor. Cuando comienzo una relación, me ubico enseguida en el rol de cuidador y/o protector. Por un lado, doy aquello que me habría gustado recibir a mí, con la sensación de alivio que esto me brinda; por el otro, al fin me siento útil, aunque eso implique vivir en función de las necesidades de otro. Claro que, para poder actuar este papel, necesito vincularme con alguien desvalido, incapaz y limitado. Cuando encuentro a alguien con estas características, puedo, por fin, sentir que soy fuerte, poderoso y necesario. Claro que, con el correr del tiempo, esa incapacidad del otro que, en un comienzo, me atrajo, comienza a pesarme. Yo no puedo pedir nada para mí, porque “el otro no puede”. Y es posible que comience a ser acusado de egoísta por dejar de centrarme en las necesidades del otro. Y mi necesidad de ser cuidado, querido y tenido en cuenta queda nuevamente desatendida.

• Provengo de una familia hipercrítica, en la cual se me tenía vedado fallar o mostrarme débil. Hoy, que soy padre o madre, exijo a mis hijos ser iguales que yo, con lo cual también necesito desplegar una batería de cometarios hipercríticos y desvalorizantes, con el pretexto de “ayudarlos a ser mejores”. Mis hijos me ven como un monstruo y se alejan de mí. Y no me doy cuenta de que es mi propia necesidad de ser aceptado y validado lo que me ha llevado a ser un tirano con mis propios hijos; permitirles equivocarse o mostrarse vulnerables me conectaría automáticamente con el dolor de mis primeros años, aquel que proviene de no haber sido tratado/a como una personita con necesidades totalmente válidas, y obligada a actuar de un modo que satisfacía las necesidades de otro. Conectar con aquel dolor es también reconocer que no pude ser como era realmente, ya que tuve que adaptarme al papel que se me exigía. Y, si nunca pude ser como era realmente, ¿quién soy?

• Provengo de una familia en la cual, debido a los miedos que mis padres traían con ellos desde sus propias infancias, se me sobreprotegía. Jamás se me permitió explorar el mundo y aprender de mis errores. Crecí con la sensación de ser inútil, inseguro/a y completamente carente de recursos. Esto me llevó a no accionar jamás, por temor a “no saber cómo”. A medida que crecía, mis padres se impacientaron con mi inacción y comenzaron a criticarla. Yo me sentí confundido/a. Estaban criticando eso en lo que ellos mismos me habían convertido. Ahora me sentía inútil, inseguro/a y, encima, culpable. Mis relaciones de amistad y de pareja se caracterizan por escoger a personas que aparentan ser fuertes y seguras, personas que pueden cuidarme y evitar que yo tome decisiones (ya que no sé cómo). Me casé con alguien que me permitió actuar mi papel de desvalido/a y de inmediato hubo un acuerdo tácito de que fuese él/ella quien tomara las decisiones importantes. Un día, tuve un “despertar” y me encontré sintiéndome resentido/a con que no se me consultara para nada. Y me enojé con mi pareja. La acusé de no tenerme en cuenta ni valorar mi opinión, sin poder ver que fui yo mismo/a quien había acordado, de manera no explícita, ser el/la débil en esta relación.

• Provengo de una familia en la que tácitamente está prohibido contactar con el dolor. Sé que ocultan secretos acerca de acontecimientos dolorosos de los que, por algún motivo, no se habla. Cuando alguien pregunta, recibe evasivas y se cambia de tema. Allí, llorar o “estar mal” es algo que causa pavor, un lugar del cual hay que salir a como dé lugar. Y me doy cuenta de que, en mis relaciones, siempre soy quien “levanta los ánimos”, y a quienes todos recurren cuando tienen problemas, para “sentirse mejor”. Lamentablemente, cuando soy yo quien necesita una oreja que me escuche, no tengo a nadie. Las personas a mi alrededor no están acostumbradas a dar apoyo a otros. Y me doy cuenta que fui yo quien las mal acostumbró. Y me siento muy solo/a e incomprendido/a.

Las personas detrás de estos relatos tienen todas las de ganar: han podido identificar de qué maneras han contribuido a co-edificar con otras personas relaciones que terminan siendo nocivas o poco gratificantes y en las cuales no se han permitido ser ellos mismos. Para arribar a esta autoconciencia transitaron un camino de autoexploración y autoconomimiento, dejándolos en un lugar de ventaja para aprender a relacionarse desde un lugar más sano y beneficioso para sus verdaderas necesidades. Vos también podés hacer este misterioso y gratificante recorrido. Estás invitado/a.



Carla May
Consultora Psicológica Humanística y Sistémica
Facilitadora del Desarrollo Personal Integral
15-6103-2940
4726-6479
General Pacheco, Buenos Aires