Los dos
términos que escogí para este título representan la síntesis más acabada del
objetivo último de toda terapia humanística: reconectar con nuestra sabiduría
interna (alguna vez perdida) para volvernos lo suficientemente libres como para
tomar las decisiones que más bienestar y paz nos brinden. Esto quiere decir que
cuando estamos “desconectados” de nuestra sabiduría organísmica no somos del
todo libres a la hora de “elegir bien” nuestro camino. Pero vayamos por partes:
¿Qué es la Psicología Humanista?
Es la
tercera escuela en psicología, después de las primeras dos, el Psicoanálisis y
el Conductismo. Sus bases son el Humanismo, el Existencialismo y la Fenomenología.
Del
Humanismo, toma la idea de que los seres humanos somos, dadas las condiciones
adecuadas, y sin nada que lo obstaculice, básicamente sanos y con tenencia a la
autorrealización, lejos de las teorías que sospechan de la esencia humana y
proponen que venimos al mundo con deficiencias innatas que debemos reparar. Del
Existencialismo, se nutre de la propuesta de que cada persona es libre de
decidir acerca de cómo desea vivir su vida y, en consecuencia, responsable por
su felicidad o infelicidad, de acuerdo a sus elecciones. Finalmente, de la Fenomenología,
utiliza el concepto de “fenómeno”. Un fenómeno es lo que aparece en el relato o
conducta del consultante (dice X cosa, hace X movimiento, se sonroja, llora,
ríe). Los Humanistas nos remitimos a escuchar o percibir esos “fenómenos” sin
interpretar, juzgar ni emitir hipótesis acerca de lo que a la persona le
sucede, sino que la acompañamos a encontrar SUS PROPIAS RESPUESTAS O
CONCLUSIONES, convencidos que cada persona es absolutamente única, y nadie más
que ella SABE acerca de sí misma.
Habiéndonos
introducido en el concepto de Psicología Humanista, viene la gran pregunta a
responder: ¿Somos los seres humanos realmente libres y, en consecuencia,
responsables por nuestra felicidad? ¿Qué distingue a una persona psicológicamente
libre, de una que no lo es? Básicamente, para funcionar en un modo realmente
pleno, libre y responsable, deberíamos estar en contacto con nuestra sabiduría
organísmica. Por “organismo”, entendemos la unidad
CUERPO-ALMA-MENTE, todo aquello que nos compone, incluidos los planos físicos y
no físicos, y que es el asiento de nuestras experiencias (lo que “nos pasa”),
tanto físicas, emocionales y espirituales. Estar en contacto con nuestro
organismo es posible en la medida en que brindemos atención plena y conciente a
nuestras experiencias, tanto internas como externas, y nos permitamos escuchar
nuestra intuición, siempre presente aunque, a veces, acallada.
¿Cómo es que llegamos a acallar esa intuición? Al nacer,
somos PRESENCIA PLENA, es decir que escuchamos nuestras necesidades con cada
centímetro de nuestro Ser. Todo bebé sabe cuándo tiene hambre, sueño, necesidad
de caricias, etc., y pide lo que necesita a las personas responsables de
satisfacer sus necesidades. Si esas necesidades son respetadas y atendidas, se
refuerzan en ese niño la presencia y el contacto con su Ser. Parece una
obviedad, pero ningún bebé NO SABE lo que necesita. Ni uno solo. La dificultad
para escuchar las propias necesidades se desarrolla paulatinamente, a medida
que se fuerza a ese niño a actuar en base a condicionamientos externos, tanto
familiares como culturales, bajo el peligro de perder el afecto o aceptación de
las personas que, para él, son vitales para sobrevivir (tanto física como
emocionalmente hablando). Estos condicionamientos no necesariamente son expresiones
de maltrato brutal hacia ese niño, sino pequeños condicionamientos cotidianos,
repetidos por imitación (copiados de nuestros antecesores) y, hasta ahora, no
cuestionados, ya que no hemos tomado conciencia de sus consecuencias dañinas. ¿Cuántos
de nosotros hemos tenido que dejar de ser quienes realmente éramos al escuchar
frases tales como?:
- “¡Otra
vez llorando!” (con lo cual dejo de llorar y aprendo a no expresar mi
dolor, ya que, a los demás, mi dolor no los mueve a preguntarme qué me
pasa - y, así, ayudarme a gestionar mis propias emociones- y consolarme,
sino que les molesta).
- “¡No
podés tardar tanto!” (lo que me lleva a forzarme a funcionar de un modo
que no es mío, con tal de ser aceptado por mamá/papá/maestros/sociedad. Dejo
de hacerlo de acuerdo a mis características particulares y, en
consecuencia, de disfrutar de lo que hago y/o aprendo, además de volverme
ansioso y autocrítico, y llenarme de frustración por no ser “como se
debe”, sin contar el dolor que me produce que los demás no me vean “así como
soy”, sino que me piden que sea el de su fantasía idealizada).
- “¡Naaa!
¿Ese color de zapatos vas a elegir?” (tras lo cual dejo los zapatos que a
mí me gustan a un lado y le pregunto a mamá, papá o persona que me
acompaña qué color debería ser “el adecuado”, y llevo esos para complacer
a los demás).
- “No
tenés hambre, lo que vos tenés es sueño. ¡Andate a dormir!” (este es el
remate final: cuando los adultos están incapacitados para escucharme, y
“decretan” qué es lo que me pasa -como si ellos supieran más que yo acerca
de mi propia experiencia interna-. Como si no pudiesen pensar en la
posibilidad de que, en realidad, yo no tenga ni hambre ni sueño, sino
necesidad de ser abrazado, pero tengo que usar “una excusa”, ya que, de
otro modo, mi necesidad de amor no es cubierta. Aquí, mi intuición
infantil ya ha sido totalmente quebrada. De ahora en más, voy a dudar de
mis percepciones internas y, cada vez que sienta algo, como ser angustia,
dolor, miedo o desconfianza, no voy a seguir mi intuición, sino que voy a
ir a preguntar a “los que saben” qué es lo que realmente estoy sintiendo.
Cuando, por ejemplo, en unos años, perciba de mi pareja conductas que me
generen algún tipo de inquietud o malestar, voy a dudar de ellas y me
expondré a terminar emparejado/a con alguien perjudicial).
Una persona que ha crecido con mensajes de este tipo,
difícilmente se convierta en alguien que toma las mejores decisiones para sí,
de acuerdo a su intuición, sino que aprenderá a dudar de lo que siente (su
intuición ya no será su mejor guía) y a dejarse a sí mismo de lado, actuando
siempre de acuerdo con el deseo de los demás, para ser aceptado. ¿Qué pasará
cuando su nivel de desconexión con sus propios deseos y necesidades interfiera
con decisiones trascendentes, como ser qué carrera estudiar, a quién elegir
como pareja o cómo ser la mejor guía posible para sus hijos? Podrá tener
libertad de elección, pero no libertad psicológica, ya que ésta estará
condicionada por la gran desconexión interna que la acompaña. Y, mientras
mantenga esta desconexión, no podrá “darse cuenta” de qué necesita o desea (ni
transmitir esta capacidad a sus hijos), por qué duda tanto, por qué se siente
vacía o con angustia, o por qué siente que algo “le falta” y busca llenarlo con
cosas materiales. Sus decisiones no tendrán como fin acercarse cada vez más a
quien ella es, sino hacer “lo que se debe”, dejar a todos contentos y evitar
todo lo malo que los demás puedan pensar de ella.
¿Cómo reconectar con nuestra sabiduría organísmica y ganar
libertad psicológica, para sentirnos más plenos y completos? Hay un solo
camino: yendo hacia adentro, escuchándonos como nadie nos enseñó a hacerlo,
brindándonos libertad de experiencia (tema expuesto en este otro artículo),
aprendiendo a sentir de un modo más natural, y no tanto mental, soltando el
control que implica PENSAR en cómo debemos ser, y permitiéndonos SER y SENTIR
como realmente somos. Es un recorrido maravilloso de autodescubrimiento, de
olvidar lo aprendido y dejar que la esencia aflore, de sorprenderse con aquello
que siempre estuvo ahí sin nosotros saberlo. Es un VOLVER A CASA.
Carla May
Consultora
Psicológica Humanística y Sistémica
Facilitadora del Desarrollo Personal
15-6103-2940
4726-6479
General Pacheco, Buenos Aires
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