Los seres humanos nos relacionamos de manera permanente con
distintas personas en distintos ámbitos a lo largo de nuestras vidas. Con
algunas de ellas tenemos encuentros casuales, sin demasiado involucramiento, y,
con otras, permanecemos conectados afectivamente durante tiempos prolongados.
Aquello que fue un encuentro inicial se va transformando en relaciones con
distintos grados de intimidad y confianza. Muchas veces se transforman en
relaciones nutritivas, disfrutables y que nos aportan un gran caudal de
bienestar. Otras veces, se transforman en relaciones yermas, sin mucho aporte a
nuestro crecimiento personal. Otras tantas, en relaciones dañinas, peligrosas a
nuestro bienestar emocional y que nos quitan más que lo que nos aportan.
¿En qué momento el destino se tuerce para permitir a esas
relaciones convertirse en lo que terminarán siendo (nutricias, yermas o malsanas)?
La verdad es que aquí no hay magia ni casualidades: las relaciones son producto
de la manera en que las hemos construido, ni más ni menos. Probablemente, si
nuestras relaciones son gratificantes, jamás necesitemos cuestionarnos de qué
formas hemos contribuido a hacer de ellas esto tan bello que hoy tenemos. El
cuestionamiento aparece cuando, sistemáticamente, vemos que nuestras relaciones
no son aquello que quisiésemos para nuestras vidas. Allí es donde, si una
bendecida luz de sana autocrítica aparece, podremos desandar el camino de
nuestras relaciones para permitirnos corregir aquello que no nos satisface de
ellas o decidir edificar otras, con bases más sólidas, sanas y enriquecedoras.
El primer punto a tener en cuenta es cómo nos vemos a
nosotros mismos, ya que desde esa perspectiva es a partir de la cual vayamos a
relacionarnos. ¿Cómo te ves a vos mismo? ¿Fuerte y seguro? ¿Desvalido y sin
recursos, y víctima de los demás? ¿Te ves como una entidad separada del resto y
pendiente sólo de tus necesidades, cuidando celosamente que nadie te quite la poca
felicidad que podés obtener, o como una gotita más en el mar de tus relaciones,
dispuesto a atender las necesidades de los demás, así como de las tuyas propias,
y esperando lo mismo a cambio?
Probablemente, si sos una persona segura de tu valor,
lograrás conectar fácilmente, así como permitirte ser amado por como sos. Si,
por el contrario, tu marca personal son la inseguridad, el miedo y la necesidad
de protegerte, es posible que no te permitas relaciones muy cercanas (ya que
éstas representan una potencial amenaza), con lo cual no generarás relaciones comprometidas,
aunque de veras lo desees, con un cada vez más intenso sentimiento de soledad,
tristeza, frustración o impotencia. Quizás, en tu afán de protección ante
posibles peligros, actúes a la defensiva, utilizando diversas formas de
agresividad y violencia, y alejando a aquellos a quienes desearías tener más
cerca.
Es necesario comprender que la manera en que nos vemos a
nosotros mismos no es producto del azar, sino de la manera en que hemos sido
tratados a lo largo de nuestras vidas, primeramente por nuestros cuidadores
primarios, durante nuestros primeros años y, luego, por nosotros mismos,
volcando, ahora, sobre nosotros, los buenos o malos tratos, el interés o
desinterés, la conexión o desconexión que otros nos brindaron antes, y que
hemos introyectado. No podría ser de otra manera: aprendimos a vernos a
nosotros mismos con el cristal con el que nuestros cuidadores nos vieron antes.
Si, de acuerdo a sus características personales o de acuerdo a las
circunstancias que estaban atravesando en ese momento, para ellos éramos una
bendición, una molestia, seres fuertes a quienes no hacía falta proteger o
seres indefensos incapaces de nada, por ejemplo, ¿cómo íbamos a pensar que
podrían estar equivocados? Después de todo, ellos eras “los grandes”, los que
“todo lo sabían”, a nuestros ojos infantiles necesitados de protección de
alguien más fuerte y sabio. Con esto no pretendo culpar a nadie; somos, como
decía un querido profesor, “víctimas de víctimas”. Somos, como personas, el
producto de padres o cuidadores sin recursos emocionales sanos o adecuados,
quienes, a su vez, son el producto de otros padres o cuidadores sin recursos
emocionales sanos o adecuados. Si te sentís identificado/a con estas palabras,
y la bronca o impotencia te embargan, dejame decirte que está bien que
contactes con tu dolor. Sanar comienza con dolor. Lo que sí te pido es que no
te quedes pegado a la bronca, ya que eso no resuelve nada, ni cambia lo que fue
(ni lo que no pudo ser). Por otro lado, quedarnos pegados a la bronca, sin buscar
cómo sanar, nos imposibilita ser buenos padres o cuidadores de nuestros propios
hijos, ya que nos relacionamos desde nuestras carencias y no desde nuestra
salud emocional.
En conexión a lo expresado en el párrafo anterior, hay una
inseparable relación entre la forma en que nos vemos a nosotros mismos y
nuestras necesidades emocionales. Es sumamente importante reconocer cuáles son
nuestras necesidades emocionales ya que, en base a ellas, vamos a condicionar la
manera en que construimos nuestros vínculos. Si hemos tenido la suerte de
contar con un entorno de crianza:
• que potenció nuestras fortalezas,
• para quienes fuimos totalmente visibles,
• para quienes nuestras necesidades contaban e importaban,
• que nos permitió equivocarnos y aprender de nuestros
errores,
• que no juzgó nuestras emociones o necesidades como malas o
inadecuadas, o como motivo de burla,
• que jamás nos avergonzó por ser quienes éramos, sino que
nos aceptó sin poner condiciones para amarnos,
• que nos dio alas para ser independientes y no nos
sobreprotegió, anulándonos,
• que nos estimuló para ser mejores persones desde la guía y
el ejemplo, y no desde el miedo o la amenaza,
tendremos un autoconcepto tan, pero tan fuerte y sólido, y
nuestras necesidades emocionales tan adecuadamente cubiertas, que nuestras
relaciones tenderán a ser expansivas, emocionantes, de igualdad, brindando todo
lo sano que tenemos y esperando de los demás el mismo tipo de afecto sano a
cambio. Seremos inmunes a las relaciones inadecuadas, y estaremos más
pendientes de cuánto de bueno tenemos para ofrecer (de modo de hacer de
nuestros vínculos algo saludable y disfrutable), que cuánto nos hace falta para
sentirnos completos.
Cuando nuestra realidad es a la inversa, por provenir de un
contexto en el cual nuestras necesidades no fueron satisfechas ni nuestra
autoestima alimentada con responsabilidad y/o amor sano, tendemos a ir por la
vida con más ansias de recibir aquello que no tuvimos, que de dar a otros. Es
una simple cuestión de necesidad de supervivencia afectiva. Nuestras relaciones
se convierten en condicionales: damos a otros lo que nos piden, o nos
comportamos de la manera en que creemos que se espera de nosotros como
condición para recibir aquello que necesitamos. El problema se suscita cuando,
a pesar de nuestro “acuerdo de relación mutuamente beneficiosa” (o justamente a
causa de él), nuestras necesidades siguen insatisfechas. A esto debemos sumarle
que seguimos sin ser felices, que nos gustaría que nuestro partenaire
(familiar, amigo/a, pareja) fuese diferente de quien es y que no nos gusta el
personaje que debemos representar en esta relación a cambio de ser amados o
aceptados.
Así, podríamos actuar de diversas maneras disfuncionales,
como lo expresan estos hipotéticos testimonios:
• Provengo de una familia en la cual el juicio y la crítica
fueron lo corriente, con lo cual mi necesidad más predominante es ser aceptado.
Cuando comienzo una relación, estoy más dispuesto a explorar y conocer qué
espera el otro de mí que en ser quien soy realmente. Con el tiempo, esto me
crea más problemas que beneficios: me enojo con el otro por “exigirme” ser
quien no soy, sin notar que fui yo mismo/a quien me ubiqué en ese lugar, debido
a mi necesidad de reconocimiento.
• Provengo de una familia en la cual fui desatendido/a,
descuidado/a y, quizás, maltratado/a, con lo cual hoy me siento un ser sin
importancia para los demás, invisible y sin valor. Cuando comienzo una
relación, me ubico enseguida en el rol de cuidador y/o protector. Por un lado,
doy aquello que me habría gustado recibir a mí, con la sensación de alivio que
esto me brinda; por el otro, al fin me siento útil, aunque eso implique vivir
en función de las necesidades de otro. Claro que, para poder actuar este papel,
necesito vincularme con alguien desvalido, incapaz y limitado. Cuando encuentro
a alguien con estas características, puedo, por fin, sentir que soy fuerte,
poderoso y necesario. Claro que, con el correr del tiempo, esa incapacidad del
otro que, en un comienzo, me atrajo, comienza a pesarme. Yo no puedo pedir nada
para mí, porque “el otro no puede”. Y es posible que comience a ser acusado de
egoísta por dejar de centrarme en las necesidades del otro. Y mi necesidad de
ser cuidado, querido y tenido en cuenta queda nuevamente desatendida.
• Provengo de una familia hipercrítica, en la cual se me
tenía vedado fallar o mostrarme débil. Hoy, que soy padre o madre, exijo a mis
hijos ser iguales que yo, con lo cual también necesito desplegar una batería de
cometarios hipercríticos y desvalorizantes, con el pretexto de “ayudarlos a ser
mejores”. Mis hijos me ven como un monstruo y se alejan de mí. Y no me doy
cuenta de que es mi propia necesidad de ser aceptado y validado lo que me ha
llevado a ser un tirano con mis propios hijos; permitirles equivocarse o
mostrarse vulnerables me conectaría automáticamente con el dolor de mis
primeros años, aquel que proviene de no haber sido tratado/a como una personita
con necesidades totalmente válidas, y obligada a actuar de un modo que
satisfacía las necesidades de otro. Conectar con aquel dolor es también
reconocer que no pude ser como era realmente, ya que tuve que adaptarme al
papel que se me exigía. Y, si nunca pude ser como era realmente, ¿quién soy?
• Provengo de una familia en la cual, debido a los miedos
que mis padres traían con ellos desde sus propias infancias, se me
sobreprotegía. Jamás se me permitió explorar el mundo y aprender de mis
errores. Crecí con la sensación de ser inútil, inseguro/a y completamente
carente de recursos. Esto me llevó a no accionar jamás, por temor a “no saber
cómo”. A medida que crecía, mis padres se impacientaron con mi inacción y
comenzaron a criticarla. Yo me sentí confundido/a. Estaban criticando eso en lo
que ellos mismos me habían convertido. Ahora me sentía inútil, inseguro/a y,
encima, culpable. Mis relaciones de amistad y de pareja se caracterizan por
escoger a personas que aparentan ser fuertes y seguras, personas que pueden
cuidarme y evitar que yo tome decisiones (ya que no sé cómo). Me casé con
alguien que me permitió actuar mi papel de desvalido/a y de inmediato hubo un
acuerdo tácito de que fuese él/ella quien tomara las decisiones importantes. Un
día, tuve un “despertar” y me encontré sintiéndome resentido/a con que no se me
consultara para nada. Y me enojé con mi pareja. La acusé de no tenerme en
cuenta ni valorar mi opinión, sin poder ver que fui yo mismo/a quien había
acordado, de manera no explícita, ser el/la débil en esta relación.
• Provengo de una familia en la que tácitamente está
prohibido contactar con el dolor. Sé que ocultan secretos acerca de
acontecimientos dolorosos de los que, por algún motivo, no se habla. Cuando
alguien pregunta, recibe evasivas y se cambia de tema. Allí, llorar o “estar
mal” es algo que causa pavor, un lugar del cual hay que salir a como dé lugar.
Y me doy cuenta de que, en mis relaciones, siempre soy quien “levanta los
ánimos”, y a quienes todos recurren cuando tienen problemas, para “sentirse
mejor”. Lamentablemente, cuando soy yo quien necesita una oreja que me escuche,
no tengo a nadie. Las personas a mi alrededor no están acostumbradas a dar
apoyo a otros. Y me doy cuenta que fui yo quien las mal acostumbró. Y me siento
muy solo/a e incomprendido/a.
Las personas detrás de estos relatos tienen todas las de
ganar: han podido identificar de qué maneras han contribuido a co-edificar con
otras personas relaciones que terminan siendo nocivas o poco gratificantes y en
las cuales no se han permitido ser ellos mismos. Para arribar a esta
autoconciencia transitaron un camino de autoexploración y autoconomimiento,
dejándolos en un lugar de ventaja para aprender a relacionarse desde un lugar
más sano y beneficioso para sus verdaderas necesidades. Vos también podés hacer
este misterioso y gratificante recorrido. Estás invitado/a.
Carla May
Consultora Psicológica Humanística y Sistémica
Facilitadora del Desarrollo Personal Integral
15-6103-2940
4726-6479
General Pacheco, Buenos Aires
Facilitadora del Desarrollo Personal Integral
15-6103-2940
4726-6479
General Pacheco, Buenos Aires
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
ResponderEliminar